
Me dicen que murió un príncipe. Felipe se llamaba. Un burgués que vivió 99 años, con tiempo extra, miembro a la sombra de la monarquía inglesa, dócil por conveniencia, combatiente naval, lleno de insignias y condecoraciones, desconocido por la cultura popular e irrelevante para la historia nuestra.
Famoso por su matrimonio con la reina de Inglaterra, a quien juro inquebrantable lealtad. Una mujer que vive encerrada en sus aposentos; solo sale a recibir venias y aplausos de sus súbditos.
Inglaterra, donde dicen nació el fútbol.
Por su nariz larga, la del príncipe, se pasearon los chismes que acabaron con la más bella, la princesa, Diana, rechazada por un esposo infiel, rígido, posudo, sin gusto y con alma de piedra, llamado Carlos, que espera suceder a su madre, en el trono monárquico.
Ídolos de la oligarquía, para los cotilleos de la prensa almidonada que camina afectada, celebra sus flatulencias, tuerce la boca al hablar, cruza las piernas al sentarse, tiene cabellos postizos, o cultiva sus bigotes curvos.
Idioteces de la realeza.
Personajes intocables que viven y vivieron con ventajas, en cunas de oro, cuya única aventura atrevida fueron sus canas al aire, con impúdicas infidelidades.
En el fútbol, los príncipes tienen especial reconocimiento: el príncipe Giovanni Hernández, el príncipe Francescoli, Falcao tratado como un príncipe en el Mónaco y James que es un príncipe en el Everton. Por ahí se cuela el príncipe de Marulanda, Hugo Patiño, humorista de otros tiempos.
Felipe, un príncipe insípido y su mujer pequeña que no me quitan el sueño. Prefiero las princesas de mi tierra, los príncipes de los estadios, tan afines a mi vida plebeya, de la que me enorgullezco desde que me conozco.