Vasili Grossman (1905-1964) fue uno de los más grandes escritores rusos del siglo XX. Su obra es el compendio de la vida en la Unión Soviética antes y después de la Segunda Guerra mundial, aparte de haber analizado en profundidad el fenómeno totalitario del nazismo. Su novela más conocida es Vida y destino, pero hace poco salió a la luz —según una reseña que leo en estos días— la versión definitiva de Stalingrado, producto de un trabajo prácticamente de arqueología a cargo de Robert Chandler.
Han pasado 71 años desde que Grossman escribió este “monumento literario que parecía haber sucumbido entre las ruinas de la propia ciudad soviética”, y Chandler por lo visto tuvo que sumergirse en las cañerías de la censura soviética que conspiró hasta extremos enfermizos, patológicos, contra una novela de la que llegó a haber hasta once versiones diferentes.
Casi tres años estuvo litigando Grossman con los censores que destruyeron hasta la cinta de su máquina de escribir, y ni la muerte de Stalin acabó con la persecución a la que fue sometido porque había que darle gusto a Jruchchov.
Las palabras del escritor en una carta al presidente del sindicato de autores reflejan un drama humano digno de otra novela: “Después de siete años de trabajo, más de dos años de edición, revisiones y reescritura, quiero decirles camaradas: ya no me quedan fuerzas”.
Stalingrado es la crónica vívida de la mayor batalla de la historia, en la que murieron 2.3 millones de personas, en donde se desangró el Ejército nazi y se demostró que Hitler perdería la guerra por haber subestimado el abismo del frente ruso. Pero Stalin rechazaba la idea de exponer en una novela la crueldad de aquella sangría.
Pues bien, gracias al trabajo de Robert Chandler, poeta británico, rusófilo y experto cualificado en la obra de Grossman, he hecho un descubrimiento que quiero exponer aquí como contribución a la convivencia entre los colombianos: Hitler fue derrotado en la madre de todas las batallas, por un método de tortura que se aplica hoy día en Colombia de manera inmisericorde.
Resulta que Grossman, documentandose para escribir Stalingrado, logró la hazaña impensable de hacer hablar durante largas horas al general Vasili Chuikov, responsable de la unidades militares que defendían Stalingrado del asedio de ejército alemán; y Chuikov, un hombre lacónico y nada amigo de narrar sus logros militares, contó a Grossman entre otras muchas cosas, que una de sus estrategias para derrotar a los nazis fue reproducir y difundir tango por los megáfonos y altavoces de la ciudad, ya que consideraba la melodía rioplatense lúgubre y desmoralizante.
Aquella “arma” iba acompañada de mensajes conciliadores que presentaban la rendición como el único camino para salvar la vida de los soldados alemanes. La cosa me recordó una visita que hice hace años a Panmunjom, punto fronterizo entre las dos Coreas, en donde los nordcoreanos aplican una técnica similar para desmoralizar a los ciudadanos de Corea del Sur. Altavoces que trasmiten ininterrumpidamente “música patriótica” y propaganda comunista día y noche.
No tengo ninguna duda de que el general Chuikov y la dinastía nordcoreana de los Kim han sido unos castrochavistas avant la lettre. Por lo tanto, quienes en Colombia se dedican, particularmente los fines de semana, a atormentar al vecindario con música vallenata, de despecho o rancheras sin consideración alguna y a volumen insoportable, deduzco que tienen las mismas intenciones lúgubres y desmoralizantes de llevarnos al borde del suicidio que empleó el laureado general soviético. Lo que denuncio desde aquí, aprovechando el furor del actual gobierno uribista contra el castrochavismo.
Alguna ventaja debería tener esto de estar en manos del Centro Democrático. Ser obligados a oír la berrea de Diomedes Díaz o Vicente Fernández a las tres de la mañana debe de tener una malévola intención política, cuyo origen acabo de descubrir gracias a la obra de Vasili Grossman.