Todo termina por caer, el punto es cuándo

En 1989, tres días antes de que se iniciara el proceso que concluyó con el derribo total del muro de Berlín, el Washington Post editorializaba sobre la probable caída del comunismo soviético, pero no lo veía como un hecho inminente.

Nadie vio caer cual castillo de naipes las dictaduras del cono sur, ni tampoco se pensó que era posible que el sandinismo perdiera una elección contra Violeta Chamorro, ni que Pinochet iba entregar el poder después de ser derrotado en el plebiscito.

Luis XVI tampoco pensó que iba a terminar guillotinado cuando descuidó los llamados de un pueblo hambreado y acogotado por los impuestos.

No saber escuchar puede resultar fatal. Los gobiernos no son eternos, se desgastan por dentro y, como los muros, terminan por resquebrajarse y caer.

La situación en nuestro país es paradójica, ya que la acumulación de crisis que padece es de tal magnitud, que cualquier gobierno democrático se habría visto obligado a renunciar hace tiempo. Pero aquí lo que hay no es ni siquiera una dictadura tradicional latinoamericana, sino una confederación de intereses delictivos que se mantienen por ahora unidos, pero que más temprano que tarde terminarán por buscar el mejor acomodo que les garantice una salida no tan traumática.

¿Cuándo va a ocurrir? Nadie lo sabe. Ni tampoco si será un cisne negro el que precipitará los acontecimientos, o simplemente la fatiga o las discrepancias internas, pero lo cierto es que ocurrirá y a lo mejor sólo nos daremos cuenta al amanecer de un día glorioso para Venezuela.

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