
En un sorpresivo y meticuloso operativo realizado por las autoridades colombianas, Andrés Felipe Marín Silva, alias Pipe Tuluá, fue trasladado desde el pabellón de alta seguridad de la cárcel La Picota en Bogotá hasta una unidad policial en el centro de la capital, antes de su inminente extradición a Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico. Lo que parecía un procedimiento judicial más, esconde una densa trama de poder, venganza y narcotráfico en la que su nombre resuena con fuerza: el secuestro del niño Lyan José Hortúa.
¿Quién es Pipe Tuluá?
Condenado en 2022 a 30 años de prisión por homicidios múltiples, Pipe Tuluá lideró la estructura criminal La Inmaculada, sembrando el terror en municipios del Valle del Cauca, Cauca y Quindío. A pesar de su encarcelamiento, informes de inteligencia revelan que continuó dirigiendo operaciones criminales desde prisión, protegido bajo el paraguas de la fallida política de “paz total”.
La Gran Alianza: el regreso de la vieja guardia narco
La extradición de Pipe Tuluá se da en un contexto marcado por el resurgir de capos históricos del narcotráfico en el Valle. Alias Alacrán Jr., Guacamayo, Comba y el temido Diego Rastrojo estarían detrás de una nueva estructura criminal bautizada como La Gran Alianza. Este bloque reúne a exmiembros de Los Rastrojos, herederos de la guerra narca y custodios de viejas venganzas y deudas.
Según Semana, esta red no solo planea controlar rutas y territorios, sino que ya habría ejecutado actos de represalia como el secuestro de Lyan, de 11 años, hijo de Leonardo Hortúa, alias Mascota o Mochacabezas, un antiguo líder de Los Rastrojos asesinado en 2013.
Lyan, la deuda de sangre y la implicación de Pipe Tuluá
El secuestro de Lyan no fue un hecho aislado ni motivado únicamente por el azar. La madre del menor, Angie Bonilla —apodada la Barbie Vanessa—, estaría implicada en el manejo indebido de bienes pertenecientes a exnarcos extraditados, por una suma cercana a los 37 mil millones de pesos. Esta deuda con Diego Rastrojo y otros capos habría sido el catalizador del plagio del niño, en un operativo liderado por La Gran Alianza y no por disidencias armadas como se pensó inicialmente.
De acuerdo con fuentes confidenciales, Pipe Tuluá habría mediado activamente para lograr la liberación del menor. Esta intervención, lejos de ser un gesto altruista, se enmarca en su creciente influencia en la nueva red criminal, lo que precipitó la ruptura del Gobierno con cualquier intento de diálogo. Su extradición, más que judicial, es un mensaje político: el Estado no negociará con quien continúe delinquiendo.
Amenazas, retaliaciones y el renacer de la violencia
El traslado de Pipe Tuluá provocó una reacción inmediata. El grupo Muerte a Guardias Opresores (MAGO), vinculado a su estructura, emitió un panfleto declarando como objetivo militar a todos los funcionarios del INPEC. Las autoridades confirmaron el contenido de las amenazas y elevaron las medidas de seguridad en varias cárceles del país.
A esto se suma la revelación de un presunto “plan pistola” para vengar el traslado de su cabecilla, como parte de una estrategia para intimidar al sistema penitenciario y al Gobierno. Fuentes de inteligencia advierten que, detrás de la fachada de paz, se organiza una nueva guerra narco en el suroccidente del país.
¿Y ahora qué?
El caso de Pipe Tuluá es apenas una pieza del rompecabezas de violencia y narcotráfico que vuelve a expandirse en el Valle del Cauca. El secuestro de Lyan, lejos de ser un caso cerrado, evidencia la persistente influencia de estructuras criminales en decadencia que hoy resurgen bajo nuevas alianzas.
La extradición del jefe de La Inmaculada representa un intento por desmantelar este nuevo engranaje, pero las amenazas y retaliaciones sugieren que la guerra apenas comienza. El Estado enfrenta un desafío mayor: cortar de raíz los vínculos entre el poder narco y las estructuras institucionales que aún los encubren.