Algo que brilla como el mar

Vie, 25/02/2011 - 13:00
Algo que brilla como el mar es una novela de aprendizaje. La amistad, el amor, el sexo y los vínculos familiares se muestran a través de Midori Edo, un adolescente que vive con Aiko, su mam
Algo que brilla como el mar es una novela de aprendizaje. La amistad, el amor, el sexo y los vínculos familiares se muestran a través de Midori Edo, un adolescente que vive con Aiko, su mamá, y su abuela Masako. Un amigo de su escuela quiere vestirse de mujer y una niña enamorada lo seduce con lentitud y dulzura, y así, con la limpieza en la escritura que caracteriza a los escritores japoneses cuenta una historia con reminiscencias de Demian, de Herman Hesse, y quizá como algunas novelas iniciáticas como La senda del perdedor, de Bukowski, o El guardián en el centeno. Aquí publicamos su primer capítulo TODO ESTÁ BIEN EN LA TIERRA —¿Cómo te ha ido el día?—me pregunta mi madre to­dos los días. —Bien, normal—le respondo yo. «Bien» y «normal», siempre las dos mismas palabras. Las ocasiones en las que le doy una respuesta diferente se pue­den contar con los dedos de una mano. Cuando tengo que responderle otra cosa, como «fatal» o «muy bien», intento no tenerla delante. Es muy fácil no tener a mi madre delante, porque siem­pre está ocupada. Mi madre es escritora freelance. Escribe artículos sobre temas variados: sobre las pastelerías de los alrededores de Tokio, sobre tácticas para librarse de las tareas domésticas, sobre cosmética para adolescentes inexpertas o acerca de la mejor forma de cuidar un perro en un piso. Por exigencias de su trabajo, ha llegado a comer doce pastelitos de golpe y a untarse la cara con cinco productos distintos para blan­quear la piel, además de ir echando pestes de un paño de co­cina que sirve para fregar los platos sin detergente: «¡Con lo que a mí me gusta la espuma artificial!», dice. Cada vez que le respondo «Bien, normal», me lanza una mirada escéptica. «Ya—dice—. Bueno, pues me parece es­tupendo». Pero yo sé que es mentira. A mi madre no le gus­ta esa respuesta. Le encantaría decirme que la vida es mu­cho más que «normal». Desde mi primer día en la escuela primaria, cuando me preguntó por primera vez «¿Cómo te ha ido el día?», hasta hoy, que ya soy un estudiante de ba­chillerato, no ha dejado de pensarlo ni por un momento. Recuerdo perfectamente la primera vez que mi madre me preguntó: —¿Cómo te ha ido el día? —Bien, normal—le respondí con un hilo de voz. Lleva­ba el gorrito amarillo del uniforme de primaria calado has­ta los ojos. Mi cartera, que era demasiado grande, llevaba un plástico protector del mismo color, a juego con el gorro. Asentí, iluminado por el resplandeciente tono amarillo. —¿Normal?—repitió ella. —Sí—le respondí de nuevo. —Los días no son normales, seguro que te ha pasado algo especial—insistió. Entonces, me puse a pensar. La niña que se había sentado a mi lado se parecía mucho a la tortuga que teníamos en casa. El maestro se había equivocado al leer mi apellido. Yo me llamo Edo, pero él lo pronunció «Hedor». Mis compa­ñeros de clase y yo nos quedamos estupefactos. Todos me­nos uno, que soltó una carcajada. Era Hanada. Ya tendré ocasión de hablar de Hanada más adelante, así que ahora no lo haré. El agua del grifo salía tibia y tenía un sabor metálico. A la hora del recreo, me había quedado de pie bajo el ce­rezo, mirando hacia arriba, y un niño de mi clase me había insultado: «¡Idiota!». Hanada, que también estaba contemplando el cerezo, se había vuelto hacia el niño y le había espetado: «¡Mocoso!». Su capacidad de reacción me dejó admirado, de modo que eché un vistazo a la chapa que llevaba con el nombre escri­to. Los caracteres que formaban su nombre, Hanada, esta­ban muy separados y no encajaban con el aspecto corpu­lento del niño. —Ha sido normal—repetí. —Ya—suspiró mi madre. Por mucho que pensara, mi segundo día de clase en la escuela primaria estaba dentro de los límites de lo que yo consideraba «normal». —Si te pasa algo malo, díselo enseguida a mamá—me ad­virtió ella con expresión preocupada. Asentí levemente. —Y cuando te pase algo bueno, Midori, también quie­ro que se lo digas a mamá para que pueda compartir tu ale­gría—prosiguió mi madre. Asentí de nuevo. Estaba impaciente por empezar a co­mer, pero intuía que mi madre estaba preocupada por algo, así que permanecí inmóvil. Sin embargo, la impaciencia me corroía por dentro. Por cierto, en aquella época mi madre se refería a sí mis­ma como «mamá». Ahora, en cambio, cuando habla de sí misma dice «yo». —Eres un chico muy arisco, Midori. Si yo fuera joven, nunca me enamoraría de alguien como tú—suele decirme con toda la tranquilidad del mundo. No me molesta que mi madre se refiera a sí misma como «yo» y no parezca mi madre. Sólo me hace sentir vagamente incómodo que se esfuerce tanto en no parecer una madre. Por otro lado, tengo el presentimiento de que hay algo de mí que también incomoda a mi madre. Seguro que le molesta que todo lo que me pasa me parezca simplemen­te normal. Para mí, todo entra en la categoría de «normal», incluso aquella pelea que tuve con Hanada, de la que salí con un dedo inflamado porque quise darle un puñetazo en el estó­mago que él esquivó ágilmente y mi puño se estrelló contra un poste de electricidad; o la primera vez que conseguí ha­cer el amor con Mizue Hirayama después de tres intentos frustrados. De todos modos, a mi madre no le cuento todo lo que me pasa, por supuesto. —Aunque el mismísimo Godzilla apareciera en la colina que hay detrás de tu colegio, a ti te parecería lo más normal del mundo—me reprocha ella, con un suspiro. —Detrás de mi colegio no hay ninguna colina. —No tienes sentimientos. —No es una cuestión de sentimientos. —Los chicos de tu edad no sois capaces de comprender la belleza y la tristeza que encierra la figura de Godzilla. —No es verdad. A mí Godzilla me gusta bastante. —Tiene una cola digna de admiración. —Sí, esa cola de reptil le da un aire especial. Mi madre y yo nos desviamos del tema, como si nada, y acabamos perdiendo el hilo de la conversación. «Como si nada» es una expresión que suele utilizar Mi­zue Hirayama. —Tú y tu madre lo hacéis todo como si nada—me dijo un día Mizue, con un deje de emoción en la voz. —¿Como si nada? —Sí. ¿No te parece misterioso? Misterioso. Siempre he pensado que Mizue tiende a creer que posee la razón universal. El caso es que mi ma­dre y yo, para bien o para mal, no tenemos una relación tan intrigante como ella piensa. —Yo nunca me he sentido incómodo frente a mis pa­dres—repuso Hanada, que estaba sentado con la espalda apoyada en la valla de la azotea. A la hora de comer, Mizue, Hanada y yo tomábamos el sol en la azotea del pabellón de clases especiales del colegio. A diferencia de los demás pa­bellones, allí casi nunca había nadie. —Los padres son criaturas de otra especie, ¿verdad? —prosiguió Hanada, animadamente. Quizá tuviera razón. Puede que los padres y las madres sean criaturas de otra especie, como la mía: Mi madre siempre se perfuma después de desayunar. «Este perfume huele a flores blancas—dice—. Ni amari­llas ni violetas, sino blancas». A mi madre le quedan muy bien las gafas de sol. A mi madre le gusta más el filete de ternera rebozado que el filete de cerdo. A mi madre le gusta el sumo, y se lamenta porque última­mente ya no hay luchadores con enormes barrigas. A mi madre no se le da bien coser. Se le resisten especial­mente los botones. En cambio, es una artista de los dobla­dillos. Cuando empezaba a coser los trapos que tenía que llevarme al colegio, no podía parar. Una vez, cosió veinti­cinco trapos de golpe y tuvimos una discusión porque pre­tendía que me los llevara todos al colegio al día siguiente. Mi madre no ha estado nunca casada. De hecho, me tuvo a mí sin haberse casado. —Pues a mí la madre de Midori no me parece una cria­tura de otra especie—dijo Mizue Hirayama. —Yo creo que es la excepción, aunque es una persona que parece nadar a contracorriente de la sociedad—le res­pondió Hanada a Mizue, encogiéndose de hombros. Ha­nada sigue teniendo la misma constitución corpulenta que cuando éramos niños. —A mí me cae bien. Quizá por eso Midori esté tan enma­drado—añadió Mizue, con un profundo suspiro. Era un día soleado. Al mediodía, Mizue y yo solíamos subir a la azotea. No había gente, pero sí muchos cuervos y palomas. Hanada llegaba más tarde. Mizue Hirayama extendió la bolsa vacía del bollo con sa­bor a melón y la dobló. —La verdad es que me apetecía más un bollo de curry, pero he tenido que aguantarme y comer el de melón. —¿Por qué no has comido el bollo de curry? —Es que estoy a dieta. —¿Tanta diferencia de calorías hay? —Muchísima. —¿Por qué las chicas os emperráis en hacer dieta? —Porque nos gusta comprobar que somos capaces de hacerla. Mizue Hirayama y yo hablábamos apoyados en la valla. Yo hablaba despacio, mientras que ella articulaba las pala­bras velozmente. Los cuervos volaban por encima de nues­tras cabezas. —Veo que te gustan los cuervos. —Pero odio las palomas—dijo ella. Mizue tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no. A mí, en cambio, no me gustaba ni me disgustaba práctica­mente nada, del mismo modo que casi todo lo que me ocu­rría entraba en la categoría de lo «normal». —¿Es verdad que estás muy enmadrado?—me pregun­tó Hanada. —A mí no me lo parece—le respondí cautelosamente. No me gustaba la palabra «enmadrado». No por el signi­ficado, sino por la sonoridad de la palabra en sí. Cuando Mizue utilizó esa palabra me sorprendí, aunque no refle­jé mi asombro. Aún no sabia cómo reaccionar cuando una chica utili­zaba una palabra que no me gustaba. ¿Debía expresarle mi disconformidad con mucho tacto, o quizá debía darle a conocer mi punto de vista y pedirle que dejara de utilizar esa palabra? ¿Sería más adecuado cambiar de tema? Esta­ba convencido de que, fuera cual fuera mi reacción, no po­dría evitar que Mizue se enfadara conmigo. Los enfados de Mizue me daban miedo, porque no tenía ni idea de cómo apaciguar su cólera. —Yo no entiendo a las mujeres. Ni a las jóvenes, ni a las maduras, ni a las viejas—dijo Hanada, y Mizue rió. Hanada tenía un poder de atracción innato. Su corpu­lento físico, su profunda voz y sus grandes ojos redondos estaban llenos de atractivo. Si yo hubiera dicho algo pare­cido, estoy convencido de que Mizue se habría enfadado conmigo. Pero como fue Hanada quien lo dijo, ella se echó a reír a carcajadas. Unas cuantas palomas revoloteaban a nuestro alrededor, picoteando las migajas de pan. —Hace buen día—dijo Mizue, dando puntapiés a las pa­lomas despreocupadamente. —Un día precioso—corroboró Hanada. Yo guardé silencio. Cuando sonó el timbre que indicaba el comienzo de la quinta hora de clases, los alumnos del patio empezaron a entrar en los pabellones de las aulas normales. Imitando a Mizue, intenté ahuyentar a las palomas con la punta del zapato, pero ellas eran más rápidas y no conseguí alcanzar ninguna. Mizue y Hanada se echaron a reír. Malhumora­do, pateé el suelo con el pie, y los pájaros levantaron el vue­lo todos a la vez. Las piernas de Mizue resplandecían exuberantes bajo la luz del sol. «Quiero hacer el amor con Mizue—pensé inten­samente—. Quiero hacerlo, quiero hacerlo, quiero hacer­lo con desesperación», pensé. Aquella idea había surgido con la misma fuerza con que el agua brota de una fuente. Pero no podía hacerlo. —¿Por qué no vamos a algún sitio esta tarde?—propuso Mizue Hirayama. Mi corazón empezó a latir más deprisa, porque sabía que mi madre y mi abuela no estaban en casa. —Vale—le respondí, con fingido desinterés. Mizue rió bajo la luz del sol que inundaba la azotea. —¿Te apuntas, Hanada?—le pregunté con un susurro. —Pues no lo sé—repuso Hanada, desperezándose. Es­taba medio adormilado en el suelo de la azotea, y el sol ba­ñaba su cuerpo robusto. —Vamos todos juntos—dijo Mizue. —Qué rollo—respondió Hanada, y Mizue se acercó a él. «Si se acerca tanto, Hanada le verá las bragas por debajo de la falda», pensé yo. Pero no dije nada. —Vente con nosotros, Hanada—insistió Mizue. Todo está bien en la Tierra. De repente, me vinieron a la memoria unas palabras que mi madre solía decir en ciertos momentos: El año está en primavera y el día está en el alba, del alba son las siete. La colina está perlada de rocío, la alondra va en vuelo, el caracol está en el rosal. Dios está en su cielo. Todo está bien en la Tierra. En aquel momento, sin saber por qué, me acordé de aquella poesía que mi madre recitaba, a veces en un mur­mullo y otras veces en voz alta. «Hoy tampoco podre­mos hacer el amor desesperadamente», me lamenté para mí mismo. Seguro que no podríamos hacerlo nunca más. Todo estaba bien en la Tierra, y Mizue Hirayama exhibía su encantadora sonrisa.
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