La mesa de trabajo del programa Hoy por Hoy 6 am de Caracol Radio, dirigido por Darío Arizmendi, sacó el libro Testigos 35 años. KienyKe.com reproduce uno de sus capítulos, escrito por Erika Fontalvo, miembro del grupo de autores, dedicado a Jaime Garzón.
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Testigos 35 años es un libro de la editorial Penguin Random House y su sello Aguilar. El texto que reproducimos aquí se titula 'Apagaron la risa de Jaime Garzón':
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La última vez que hablé con Jaime Garzón lo encontré aferrado a la vida. Creía que había logrado detener, por unas horas, la sentencia de muerte que en su contra había lanzado el líder paramilitar Carlos Castaño. Desgraciadamente se equivocó. A Jaime lo mataron en la madrugada del día siguiente.
Mientras se desplazaba en su camioneta Jeep Cherokee de color gris oscuro rumbo a la emisora Radionet, en la zona de Quinta Paredes, en el occidente de Bogotá, a Jaime le dieron cinco balazos que cegaron su vida en cuestión de segundos. Su vehículo terminó estrellado contra un poste ubicado en la calle 22F con carrera 42B. Casi se mete en una panadería que, a esa hora, aún no había abierto sus puertas. En esa esquina, poco después del crimen, lo encontró su jefe y amigo, cómplice de tantas irreverencias, el periodista Yamid Amat, que también iba camino a la emisora.
Al ver el carro a lo lejos, Yamid pensó de manera ingenua que se trataba de un accidente. Jaime se había estrellado meses antes en la vía al Llano, entre Granada y San Juan de Arama, en el Meta, mientras realizaba una labor humanitaria a favor de un secuestrado, como muchas que adelantó durante los últimos meses de su vida, siempre con el conocimiento de sectores oficiales, entre ellos la Gobernación de Cundinamarca y la oficina del zar antisecuestros. Fue un milagro que no se matara, aunque se fracturó las dos piernas y tuvo una larga y dolorosa recuperación.
Pero los milagros no ocurren tan frecuentemente como uno quisiera y esta vez no se trató de un choque contra un bus de Flota La Macarena. Yamid, que desconcertado miraba el carro de Jaime, fue informado, a través de su chofer, que lo habían asesinado.
Cuando Yamid llegó a Radionet le contó a quienes allí estaban lo que había ocurrido. Minutos después, Aída Luz Herrera, jefe de redacción de la emisora, le comunicó la noticia al país: —Mataron a Jaime Garzón. Y con él, a Heriberto de la Calle, Néstor Elí, Dioselina Tibaná, Godofredo Cínico Caspa, Inti de la Hoz, el compañero John Lennin... ¡Nunca ha habido tantas muertes en una sola!
Millones de colombianos, golpeados por el asesinato del embolador más irreverente y querido del país, se despertaron, salieron de sus casas, se dirigieron a sus trabajos y centros de estudio envueltos en el dolor profundo de una pérdida que sintieron como propia. Fue un amanecer triste, lleno de rabia, cargado de repudio, el de ese maldito viernes 13 de agosto de 1999.
Un día para no olvidar, imposible hacerlo. Una fecha infame en la que los violentos con sus balas criminales callaron la voz de un hombre bueno, generoso, de extraordinaria sensibilidad social, que se dedicaba a hacer reír a Colombia mientras trabajaba por una nación más justa, reconciliada y en paz. Construyendo ese sueño se le fue la vida. O mejor, se la arrebataron, dejándonos a todos huérfanos de su incomparable sonrisa.
“En Colombia yo creo que el pueblo recobra la capacidad de poder si se organiza, en términos civiles, porque el conflicto armado ya no tiene razón de ser”, decía Jaime Garzón.
Esa mañana, cuando el teléfono sonó en mi casa, el corazón me dio un vuelco porque a esa hora solo se pueden recibir malas noticias. Y esa, sin duda, fue la peor.
Como pude, me fui para el Canal Caracol, donde trabajaba en ese momento, y de ahí seguí para el sitio del atentado. Cuando llegué, me acerqué a verlo. Aún no habían tapado su rostro ensangrentado... Ahí estaba, era él, era Jaime, el mismo que apenas unas horas atrás me había dicho que estaba preparando un viaje, el viaje de la esperanza, el viaje de la verdad: una cita con su verdugo, a quien le aclararía, entre otras cosas, que él no se lucraba del dolor ajeno, sino que cumplía una labor humanitaria a solicitud de las familias de los secuestrados.
¡Qué crimen tan absurdo, qué injusticia tan grande!, pensé. Mientras lloraba amargamente delante de su cadáver me pregunté por qué Jaime, por qué tenía que ser él la nueva víctima de esas infamias a las que los colombianos asistimos cada cierto tiempo. Quince años después sigo pensando exactamente lo mismo.
“Yo creo en la vida, creo en los demás, creo que este cuento hay que lucharlo por la gente, creo en un país en paz, creo en la democracia, creo que lo que pasa es que estamos en malas manos, creo que esto tiene salvación. Y eso es un norte demasiado largo”, expresaba Jaime Garzón.
Sentada en el suelo, incapaz de continuar la transmisión que Noticias Caracol realizaba desde ese lugar, veía de reojo a quienes llegaban “visiblemente afectados” a pronunciarse en contra del asesinato de Jaime. Políticos, militares, policías, autoridades de todos los colores, grados y criterios desfilaron esa mañana por la escena del crimen. Parecía que todos querían o tenían algo que decir sobre el hecho que conmocionaba a los colombianos. Un magnicidio que estaba más que cantado: varios de los que acudieron a rasgarse las vestiduras frente al cadáver de Jaime lo iban a matar, y no hicieron nada para evitarlo.
Solo el propio Jaime, desafiando sus miedos por las amenazas recibidas, decidió esa última semana que tuvo de vida coger el toro por los cuernos. Desesperado buscaba un mecanismo de diálogo con el hombre que había dado la orden de matarlo. Esos días, Jaime estuvo ausente, pensativo, como asumiendo que el tiempo se le agotaba. Había dejado de ir a la emisora y tampoco permanecía mucho tiempo en el Canal Caracol. Estaba “adelantando gestiones”, como me diría en nuestro último encuentro. Una de esas movidas lo llevó a la Cárcel Modelo de Bogotá, donde pudo establecer contacto con un facilitador que le ayudaría a verse, frente a frente, con Carlos Castaño.
Almorzando en el restaurante Rialto, al frente del Park Way, en el sector de La Soledad, en Bogotá, justo a la vuelta del Canal Caracol, Jaime Garzón me contó que se había entrevistado con el paramilitar Ángel Custodio Gaitán Mahecha. Él le había hecho el contacto para que Castaño lo recibiera en Córdoba, un encuentro que se produciría el 14 de agosto y en el que Jaime tenía cifradas sus esperanzas. Me aseguró que ya tenía todo listo, el avión, el traslado a la finca de Castaño, la persona que lo iba a estar esperando, que eso lo tenía más “tranquilo” porque incluso ya había hablado con él y estaba dispuesto a recibirlo, que era muy importante que esa reunión se produjera... Hablaba rápido, pensando con el deseo, como si el tiempo pasara más deprisa o como ensayando lo que le iba a decir. Un intento de controlar el miedo que le producía ir por la vida con fecha de caducidad.
Jaime deseaba realmente hablar con Castaño. Quería contarle él mismo, sin versiones malintencionadas de terceros, sobre su pasado como guerrillero del ELN y los contactos con las Farc que logró mientras se desempeñaba como mandatario local del Sumapaz, por orden del entonces Alcalde de Bogotá Andrés Pastrana. De su actitud crítica e irreverente frente a la clase política del país. En especial, quería precisar los alcances de sus labores humanitarias a favor de los secuestrados, que se hicieron públicas en marzo de 1998 durante la liberación de civiles en poder de la guerrilla. Estas habían comenzado mucho antes y eran respaldadas, entre otros altos funcionarios oficiales, por quien se desempeñaba en ese momento como Gobernador de Cundinamarca, Andrés González.
A partir de ese momento, todo el país conoció acerca de sus tareas como facilitador en la liberación de secuestrados. Sectores de inteligencia de extrema derecha al servicio del Estado, en las Fuerzas Militares y el DAS, que ya sabían lo que hacía, satanizaron su gestión facilitadora, lanzaron acusaciones falsas, intentaron comprar testigos e iniciaron una campaña de desprestigio en su contra. Hasta quisieron enredar a Jaime ante la Justicia, pero como no pudieron, tocaron la puerta del temible poder criminal de los paramilitares para lograr su cometido: quitarse al “humorista guerrillero” de en medio.
“Los paramilitares son la clara demostración de que entre el Estado tradicional y la delincuencia hay un silencioso pacto”, dijo Jaime Garzón.
Jaime Garzón fue asesinado siendo el mismo niño díscolo de la infancia, el joven que salió expulsado de cuanto colegio su señora madre, doña Ana Daisy, le consiguió, el muchacho irreverente que ingresó a la Universidad Nacional a estudiar Derecho y que se retiró para irse a “enmontar” con el ELN en busca de un ideal de sociedad más justa e incluyente, pero para guerrillero no sirvió.
Tras cuatro meses de abrir huecos en el monte dejó esa vida y se fue metiendo de lleno en los medios de comunicación, en los que empezó a demostrar su talento descomunal para imitar voces, recrear personajes, contar historias, pero, sobre todo, para enseñarles a los demás a adquirir un pensamiento crítico y reflexivo sobre su realidad.
Defensor de causas perdidas, enemigo de la guerra y admirador de las mujeres bonitas, Jaime no perdió su esencia ni en las horas previas a su muerte. En nuestro último almuerzo, en el que abusó como siempre lo hacía del picante, habló de su muerte como si se tratara de un chiste, de un macabro chiste. Se burló del momento en el que le fueran a hacer la autopsia. “Qué pena con los de Medicina Legal —decía—. Me van a encontrar con las uñas de los pies sucias, esas uñas negras, llenas de mugre y sin cortar, y lo que es peor, con el mismo calzoncillo sucio de siempre. ¿Usted se imagina el olor?”, se reía de sí mismo.
Y yo me reía con él, mientras lo regañaba con cariño: “Deje las pendejadas, que nadie va a matarlo, hermano”. Intentaba darle ánimo: “Cállese, Jaime, que nadie se muere la víspera”, le dije, pero estaba tan asustada como él. Le pedí que me contara más bien de su posesión como Alcalde de Sumapaz, un acto simbólico que se llevaría a cabo al día siguiente, el viernes 13. Un desagravio contra su injusto despido del cargo en 1989, tras ser acusado de haber montado un burdel en el pueblo. Jaime recibiría una indemnización con la que me aseguró que se iba a comprar un avión. “¿Un avión? Usted está loco, Jaime. Eso cuesta mucha plata”, me reí de sus palabras. “Un avión para ir adonde yo quiera”, me contestó.
Pero ese día Jaime no fue muy lejos. Estuvo en el canal grabando un personaje, al que yo le tenía poco afecto. Un calvo, feo, orejón, que despotricaba contra el proceso de paz que adelantaban, en ese momento, gobierno y Farc. Cuando lo vi caracterizado y echándole vainas a los mamertos, a la guerrilla, a lo que ocurría en el Caguán, tuve un mal presentimiento. No me gustó, demasiado provocador, pensé. En un país tan polarizado como era la Colombia de 1999, en medio de una dura negociación política con las Farc, igual a la que hoy vivimos, Jaime Garzón parecía ser el blanco escogido.
Y así calificaron muchos medios de comunicación su asesinato, solo unas horas después. Fue un crimen perfecto. Dos sicarios en moto lo “cazaron” justo el día en el que tras varias ausencias volvía a su trabajo. Lo encontraron solo, vulnerable y confiado.
Porque Jaime Garzón murió, tan noble como era, pensando que había logrado convencer a Carlos Castaño de que le diera un compás de espera, de que lo dejara vivir un poquito más. Pero no pudo. El odio fue más fuerte que el llamado de clemencia de Jaime, y el líder paramilitar quería colgarse una “medalla” por su muerte, sumar un “trofeo” más a su extensísima colección de víctimas.
Durante dos días, viernes 13 y sábado 14, este último justamente el día en que debía ser el encuentro con Castaño, millones de colombianos de todas las condiciones, circunstancias y clases socioeconómicas, pero principalmente los más humildes, lloraron a Jaime. Lo acompañaron, horas y horas, en la Plaza de Bolívar, soportando frío y lluvia en las afueras del Capitolio, y lo condujeron hasta el cementerio Jardines de Paz, donde fue enterrado.
Basta con cerrar mis ojos para volver a escuchar el llanto desgarrador de sus seres queridos y de sus amigos, en medio de la penumbra que se levantaba entre las tumbas. Esos hombres y mujeres que se quedaron hasta el final sabían a ciencia cierta quién era
Jaime, qué quería, con qué soñaba, por qué luchaba, y por eso lo amaban profundamente. Sabían que la expresión “pérdida irreparable” cobraba con su muerte un nuevo sentido.
Jaime Garzón tenía solo 38 años cuando lo asesinaron, y ya había hecho mucho por este país: nos había enseñado a reír y a pensar, a ser más críticos, reflexivos y felices. Bueno, hasta ese día en el que lo mataron, porque con él se fue la risa irreverente y el humor más inteligente del que tengamos memoria reciente.
Quince años después de su crimen los colombianos lo siguen evocando con enorme tristeza. En eso también te equivocaste, Jaime querido, como lo hiciste el fatídico día en el que creíste en la palabra de un asesino.
Apagaron la risa de Jaime Garzón
Dom, 07/12/2014 - 05:55
La mesa de trabajo del programa Hoy por Hoy 6 am de Caracol Radio, dirigido por Darío Arizmendi, sacó el libro Testigos 35 años. KienyKe.com r