Kienyke viajó a la Patagonia a bordo del barco Greenpeace

Vie, 16/03/2018 - 14:11
La jornada inició temprano. Tal vez por los nervios de emprender esta aventura Greenpeace desde el trópico. Lo primero a tener en cuenta, antes de empacar, fue el clima. ¿Qué tanto frío hace en e
La jornada inició temprano. Tal vez por los nervios de emprender esta aventura Greenpeace desde el trópico. Lo primero a tener en cuenta, antes de empacar, fue el clima. ¿Qué tanto frío hace en ese lugar del sur de América llamado Punta Arenas? Quienes me invitaron me dijeron que llevara ropa de abrigo, pero la indicación fue un poco imprecisa para alguien acostumbrado a que la menor temperatura que debe resistir son 15 o 16 grados centígrados.   Tocó hablar con los expertos: amigos que ya hubieran viajado a esta ciudad de Chile. Me recomendaron usar ropa que conservara el calor. Así conocí que para el frío, en algunos lugares del planeta, hay que usar una primera y una segunda capa. Conseguí un buzo y una especie de licra o sudadera ajustada que se encargan de mantener caliente el cuerpo, para llevar por debajo de la camiseta y el jean. En Punta Arenas, mi destino, hace una temperatura media entre los 7 y 12 grados centígrados, pero como está en una región con estaciones, la sensación térmica puede ser de tres o cuatro grados por debajo. Bueno, eso me dijeron.   Mi plan, entonces, en vista de que me advirtieron que debía llevar un equipaje ligero, apenas lo que cupiera en una maleta carry on (forma elegante para decir chiquita), fue empacar con inteligencia. ¡Espero haberlo logrado! Tres jeans, cuatro buzos básicos manga larga, tres camisetas, dos pares de medias térmicas - con los pies helados no puedo conciliar el sueño -, ropa interior, sudadera para dormir, gorro y guantes, una hawaianas para bañarme (esa fue otra recomendación), buzo ultra caluroso, dos bufandas, productos de aseo, bloqueador, gafas de sol, los cuentos de Hamiway - la lectura seleccionada para este viaje -, una libreta de apuntes, el pc y los documentos. Todo eso, milagrosamente, me cupo en una morral para llevar como equipaje de mano. La súper chaqueta para resistir las bajas temperaturas completó el equipaje. Solo mis gatos se quedaron por fuera, pese a sus intentos de meterse en la maleta. Lo único que faltaba era conseguir unas cuantas pastillas de mareol cuyo propósito será evitarme una mareada penosa por no estar acostumbrada a viajar en barco. Una vez compradas en la farmacia. Quedó listo el morral y empezó a ser inminente la hora de viajar hacia el aeropuerto. Al José María Córdova llegué rayando el tiempo, por fortuna se demoró unos 20 minutos más el proceso de embarque.   Como siempre, toma más tiempo subir de Medellín hasta Rionegro que el vuelo entre este municipio y Bogotá. ¡Eso no se siente! El primer destino, también frío, fue superado sin contratiempos, solo unas tres horas de espera para embarcarme al segundo: Santiago de Chile. El vuelo a la capital chilena fue tranquilo, no era mi primera vez en esa ciudad. La diferencia es que en esta oportunidad llegué en avión. En mi primer visita entré por tierra, tras una larga travesía de cerca de 24 horas en bus desde Córdoba, Argentina. Ahora arribé a bordo de un gigante Airbus 330-200. ¡Nunca me había montado en un aparato tan grande!   Me tocó un compañero agradable, de pocas palabras, apenas para el viaje de siete horas que me esperaba. Hubo tiempo de ver entre dormida una chick flick, cómo dice mi novio (La bella y la bestia) y media trama de otra peli sobre una vieja malvada del patinaje artístico de Estados Unidos, que resultó no ser tan mala como podría serlo si se tiene en cuenta que fue criada a los golpes. Luego traté de dormir, pero debo decir que para mis 1,80 de estatura, ni ese gigante volador es cómodo. Creo que tuve unos tres minisueños y de un momento a otro el piloto anunció el aterrizaje. Pese a que eran las 7:20 a.m., estaba oscuro. Había olvidado que en Chile amanece más tarde y el día dura más. Por la ventana del avión divisé apenas unos tonos azules y naranjas del inminente amanecer, pero aún era de noche cuando pisé el suelo de la casa de Vidal (el jugador de la selección y compañero de equipo de James) e Inti Illimani. Fue lindo ser recibida por una exposición de retratos de los artistas chilenos, entre los que se encontraban los integrantes de esta buena agrupación.   El paso por inmigración fue fácil, dejé atrás la mala experiencia de la primera vez en la que me preguntaron hasta de qué me iba a morir para dejarme entrar al país. Solo me hicieron las preguntas de rigor y en menos de dos minutos me sellaron el pasaporte. Luego de pasar por aduana, también sin contratiempos, me dispuse a  encontrar mi vuelo hacia Punta Arenas, pero era temprano y no estaba aún en las pantallas, así que decidí pasear un rato por el aeropuerto Arturo Merino Benítez. Me pareció pequeño, entonces salí a recibir la primera bocanada de aire santiaguero. Me olió como a madera quemada, aunque no supe por qué. Luego, cuando el hambre atacó, supe de nuevo lo que es sentir que el peso colombiano está devaluado (en otras palabras, me sentí líchiga... pobre). Por 40 dólares me dieron 21.000 pesos chilenos y de esos me gasté 5.900, básicamente unos 10 dólares, en un combo de sanduche, café y dona en un Donkin Donuts. ¡Lo más barato que encontré! Recordé que Chile es un país caro para los nativos de la tierra del Pibe (para seguir en modo fútbol, ya que me posee la fiebre del Mundial).   Luego de comer decidí buscar una silla cómoda para dormir un rato y esperar hasta las 2 p.m. cuando estaba fijado el momento de viajar a Punta Arenas. Allí fue acordado el encuentro con los amigos de Greenpeace y el Arctic Sunrise, el barco en el que viviré por seis días. Pero antes de llegar, hubo una escala en Puerto Montt. Fue una lástima que no pude cambiar el asiento para estar en ventana, solo logré observar unas hermosas montañas nevadas y lo que creo que era un lago desde los agujeros vecinos. En mi fila prefirieron dormir con la persiana abajo y me privaron de ese bello espectáculo. ¡Espero contar con mejor suerte a la vuelta! La escala infortunadamente se alargó. Pasé una hora en este sitio antes de regresar al avión. No hay mucho que contar desde la experiencia del aeropuerto, solo divisé un lindo paisaje, con algunas montañas nevadas. Luego de dos horas de vuelo, por fin aterricé en Punta Arenas. No hubo tiempo de nada. Como el vuelo estaba retrasado, me esperaban en la salida del aeropuerto para llevarme de inmediato al puerto de embarque. No tuve tiempo de detallar la ciudad, fue a toda velocidad. Literalmente me estaban esperando. Una vez en el puerto, me subieron al barco y zarpamos.   [single-related post_id="858104"] Mientras veía como la playa se alejaba y la oscuridad del mar nos atrapaba en sus infinitas fauces caí en la cuenta de la maravilla de aventura que me esperaba. No sentí ni frío, aunque según me dijeron hacían unos nueve grados centígrados en el exterior. Solo me invadió  un lindo sentimiento de felicidad por estar en la puerta de la Antártida luego de más de 24 horas de viaje.    Tras una breve introducción sobre los lugares disponibles en el barco: la habitación, el baño, la lavandería, la cocina, el comedor y la sala de estar, ya era una más entre los 33 tripulantes del Arctic Sunrise. Y sin saberlo, o mejor, sin sentirlo, empezó el recorrido por las aguas de Magallanes y la Patagonia chilena. Al final de la noche mis sentidos quedaron absortos con cada ruido del barco, las paredes del pequeño cuarto que comparto con Gretel, una colega argentina, retumban con el rugir de los motores, la vibración se esparce por el cuerpo y le hace comprender al cerebro que estás en un lugar extraño pero fabuloso.   El día dos será científico. Conoceré de cerca el propósito de esta experiencia: divulgar el daño ambiental que causan los cultivos de salmón en las aguas y en la biodiversidad de este ecosistema único en el mundo.
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