Pedro Morales: 35 años descifrando a los muertos

Dom, 31/03/2013 - 18:00
Esa madrugada todo en la morgue era de color verde. Verdes las camisetas de algunos cadáveres acuchillados. Verdes los gorros de otros que fueron arrollados en las avenidas. Verdes las banderas que e
Esa madrugada todo en la morgue era de color verde. Verdes las camisetas de algunos cadáveres acuchillados. Verdes los gorros de otros que fueron arrollados en las avenidas. Verdes las banderas que envolvían varios cuerpos tendidos sobre las bandejas metálicas de Medicina Legal. Horas antes, Atlético Nacional había ganado la Copa Libertadores tras derrotar a Olimpia de Paraguay en el estadio El Campín de Bogotá. Era el primero de junio de 1989 y mientras el país entero celebraba el que hasta entonces era el triunfo más importante en la historia del fútbol colombiano, el patólogo Pedro Morales recibía cadáveres. Llegaron 124 muertos. Uno tras otro. Ningún medio de comunicación registró la alarmante cifra, pero el doctor Morales no la olvida. Por eso cuando hay un partido importante prefiere que pierda Colombia. Pedro Emilio Morales Martínez trabaja en Medicina Legal desde 1987. Ha visto pasar por sus ojos, a través de los cadáveres, los años más violentos de la historia de Colombia. Sus manos han examinado miles de cuerpos que al llegar a la morgue pierden sus diferencias y reciben el mismo trato: víctimas de las bombas del narcoterrorismo, personalidades asesinadas, guerrilleros, personas sin identificar, soldados, habitantes de la calle, niños. Morales, hoy subdirector de servicios forenses de Medicina Legal, lo ha visto todo, pero la muerte todavía lo impresiona. ¿Y qué es lo que más le causa impresión? No los mutilados, ni los carbonizados, ni los abaleados, ni los trozos de cuerpos. Nada lo sobrecoge más que el cadáver de una mujer joven: sus manos intactas, los rasgos finos de su cara, sus músculos vigorosos, las venas azuladas bajo la piel. Un cuerpo que parece el más fértil pero que a cada segundo se extingue. –Los muertos me enseñan todos los días la fragilidad de la vida –dice Morales–. En cualquier momento podemos morir, aunque estemos sanos. Nos impresionamos con la muerte, pero la vemos como algo lejano que no nos va a suceder. Si fuéramos eternos podríamos aplazar todo. Aplazar los amores, aplazar los perdones. Pero no lo somos, aunque se nos olvide. Morales entró a estudiar su especialización en patología en la Universidad de Antioquia en 1980, cuando empezaba una de las décadas más violentas de la historia de Colombia. Por entonces, la patología era vista como una profesión rara y anodina. Muchos de quienes querían ser patólogos hacían su residencia en Medicina Legal pero luego el sistema de salud los atraía y se marchaban a los hospitales. Muy pocos se quedaban. Morales ante uno de los cuerpos que están por identificar. A Morales, sin embargo, le gustó desde el primer momento. En parte porque un buen patólogo debe saber de varias especialidades, como la obstetricia, la dermatología, ortopedia. También le gustó el hecho de buscar, comparar y atar cabos para descubrir la verdad: “Encontraba un caso, buscaba en libros, en inmensas cantidades de libros. Miraba. Volvía a estudiar el cadáver. Los patólogos andan con sus libros para todas partes. Son los médicos que tienen que leer más”. El por entonces reducido equipo de Medicina Legal trabajaba sin descanso. Morales practicaba unas veinte autopsias diarias. Abría veinte cavidades torácicas, veinte cavidades craneales y veinte cavidades abdominales. Sólo tenían un computador, que permanecía apagado y nadie sabía cómo usar. Los cadáveres no se embalaban adecuadamente. Apenas se les identificaba con un marcador y se les dejaba sobre las bandejas. Hoy la situación es muy diferente. El instituto cuenta con modernos métodos, un protocolo avanzado, un archivo desde 1947 y muestras biológicas de cada cadáver que ha entrado a Bogotá desde 1997. Los cuerpos se examinan teniendo en cuenta el concepto de evidencia física, basado en que todo lo que tiene el cadáver sirve como prueba; la lesión patrón: todo elemento que lesiona deja un patrón, y la evidencia traza: lo que no vemos con los ojos pero que el cadáver trae. Para ilustrar este último concepto, Morales narra un caso sucedido hace unos cuatro años, un hombre a quien mataron por ser homosexual. Alguien llegó a su apartamento y lo atacó. Luego hubo un forcejeo en el que antes de morir, la víctima mordió a su agresor. Morales y otra patóloga revisaron el cadáver. Le quitaron la piel –a todos los muertos se la quitan–. Al hacerlo hallaron un pulpejo de dedo en la boca del muerto. Con ese trozo de carne dieron con el culpable. Algo impensable hace veinte años. El asesinato del homosexual se enmarca dentro de los crímenes de odio, sobre los cuales Morales ha investigado con escrúpulo: “La democracia debe proteger a todos, pero especialmente a las minorías: raza, sexo, ideas políticas. Los crímenes por orientación sexual son muy importantes porque ayudan a marcar las tendencias de cómo se comporta la sociedad. No hablo de un crimen pasional, sino de un crimen de odio –como se clasifica en las sociedades civilizadas–, donde se asesina a alguien por el hecho mismo de ser lesbiana, travesti, etc”. Pero en los años ochenta todo estaba concentrado en las víctimas de violencia del narcoterrorismo. Era inevitable. Solo entre 1989 y 1993 se presentaron once atentados terroristas contra la población civil que dejaron 228 muertos. Morales recuerda esos años: “Tuvimos que volvernos expertos estudiando a los expertos, que eran los ingleses. Ellos habían clasificado las heridas que dejan los explosivos. Sabían cómo lesionan las bombas”. En Medicina Legal les preocupaba la identificación de las víctimas de las explosiones, pues quienes están en el núcleo de la detonación sufren desintegración corporal y solo quedan fragmentos de sus cuerpos. “En la bomba contra el general Maza Márquez, en la calle 57 con carrera séptima, las víctimas eran transeúntes, personas que iban de paso. Fue muy difícil descubrir la identidad de varios fallecidos”. Uno de los hechos más dramáticos fue el del vuelo 203 de Avianca, que estalló en el aire y se partió en cuatro partes que cayeron diseminadas en varios lugares de la vereda Canoas, en el municipio de Soacha. Al conocerse la noticia, diferentes instituciones llegaron al lugar: Defensa Civil, Policía, Cruz Roja, jueces de Bogotá y Cundinamarca, entre otros. Todos ayudaron en medio del más grande desorden. Mezclaron cuerpos, refundieron evidencias, empacaron mal los cadáveres. El atentado fue realizado por el Cartel de Medellín. Murieron 110 personas. Siete años después del hecho, ocurrido el 27 de noviembre de 1989, identificaron al último cadáver. “Un muerto que duró esperando siete años a que nosotros le consiguiéramos su nombre”. El levantamiento de cuerpos del avión de Avianca sirvió como lección de que hay que trabajar con paciencia, esperar y guardar todas las evidencias, pues pueden ser determinantes para esclarecer una investigación. Atentado Avianca, Colombia, Kienyke En el atentado al avión de Avianca, que cayó en Soacha, se cometieron muchos errores durante el levantamiento de cadáveres. Murieron 110 personas. En Medicina Legal tienen una bodega en la que archivan las evidencias. En 1993 hubo un suceso que conmocionó al país: el crimen contra la niña de once años Sandra Vásquez. El domingo 28 de febrero de ese año Sandra Guzmán llegó con su hija a la Estación III de Policía, en el centro de Bogotá. Buscaba a su esposo, el agente Pedro Vásquez. Los demás policías le informaron que el hombre había sido trasladado, pero Sandra no les creyó. En medio de la discusión, la niña desapareció. Veinte minutos después, su madre la halló en el baño de la estación. Agonizaba colgada de una soga. Pocos minutos después falleció. En la investigación se inculpó al padre. Esto ocasionó el fin de su matrimonio y su expulsión de la Policía. Una prueba cambiaría el rumbo del caso. Luego de hacer la autopsia, el doctor Pedro Morales empacó con cuidado la ropa interior de la niña en una bolsa de papel –las de plástico degradan el ADN– y la guardó. Por entonces, en Colombia no existía la prueba de ADN. Morales sugirió enviar la prenda de la niña a Estados Unidos. Su idea fue aprobada y dos años después del asesinato el FBI entregó los resultados que demostraron que el culpable era Diego Fernando Valencia Blandón, uno de los policías que prestaban servicio en la estación. En febrero de 2011, 19 años después del asesinato, el Consejo de Estado le ordenó a la Policía disculparse públicamente con la familia de la niña. El culpable sólo pagó diez años de prisión. Por las manos del doctor Morales también han pasado políticos asesinados, jefes guerrilleros, gente famosa. Pero un caso que no olvida es el de Marina Montoya, la hermana de Germán Montoya, entonces secretario general del presidente Virgilio Barco. Recuerda haber visto sobre una de las bandejas a una señora de pelo plateado uñas impecables y rasgos elegantes que vestía una sudadera rosada con un letrero que decía 'Excitación' en el pecho. “Me pareció inadecuada la vestimenta para una señora así. La miré y dije: "Vea, qué muerta tan bonita". Un horas antes, la madrugada del 24 de 1989, sus captores, siguiendo órdenes de Pablo Escobar, llevaron a Marina Montoya a un terreno baldío del norte de Bogotá y allí le dispararon varias veces en la cara y el cráneo con balas calibre 9 milímetros, a unos cincuenta centímetros de distancia. Su cuerpo estaba recostado contra una cerca de alambre de púas, tenía medias de color café –le habían robado los zapatos– y un crucifijo plástico contra su pecho. Una llovizna había dejado su ropa húmeda. El hecho fue narrado, con lujo de detalles, por Gabriel García Márquez en Noticia de un secuestro, donde figura Pedro Morales: “La doctora Patricia Álvarez, que practicó la autopsia de Marina Montoya desde las siete y media de la mañana del viernes, le encontró en el estómago restos de alimentos reconocibles, y dedujo que la muerte había ocurrido en la madrugada del jueves. También a ella la impresionó la calidad de la ropa interior y las uñas pulidas y pintadas. Llamó al doctor Pedro Morales, su jefe, que practicaba la autopsia dos mesas más allá, y éste la ayudó a descubrir otros signos inequívocos de la condición social del cadáver. Le hicieron la carta dental y le tomaron fotografías y radiografías, y tres pares más de huellas digitales […] Cumplidos los trámites primarios mandaron el cuerpo al Cementerio del Sur, donde tres semanas antes había sido excavada una fosa común para sepultar unos doscientos cadáveres. Allí la enterraron…”. Pedro Morales confía en que en un futuro Colombia será un paraíso de paz. Marina Montoya había sido sepultada con una N.N.  Pero el 30 de enero, Los Extraditables emitieron un comunicado en el que confirmaron que se había dado la orden de asesinar a la mujer, quien había sido secuestrada el 19 de septiembre de 1998 cuando salía de un restaurante de su propiedad. Morales leyó el comunicado y al terminar se dijo: “Esa es la señora que vi en la morgue”. Entonces se procedió a hacer la exhumación del cadáver y se le dio cristiana sepultura. En la memoria de Morales también ha quedado grabado el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, quien llegó a Medicina Legal con tres impactos de bala, uno de los cuales fue letal: le atravesó el tórax, el corazón y el pulmón izquierdo. “Me llenó de tristeza verlo muerto. Por varios días estuve pensando en él. Recuerdo en especial a su familia, muy recta, muy respetuosa. No pidieron ningún privilegio. Esperaron, con paciencia, como cualquier otra persona”. El doctor Pedro Morales mueve mucho la boca, su bigote canoso. Resulta difícil fotografiar su rostro serio. Sonríe mucho. No a carcajadas, sino en silencio. Tiene tres matrimonios, seis hijos y una perra de raza fila brasilero a quien bautizó La Quica, como el sicario del Cartel de Medellín. A todos sus hijos los ha llevado a la morgue, con mucha naturalidad. En ocasiones, su hija menor se sienta a hacer una tarea en el computador y halla algún fólder con fotos de cadáveres. “Qué es eso papá”, dice reclamando pero sin impresionarse. Confiesa ser un poco sobreprotector, porque "uno conoce la fragilidad de la vida. Y trata que a sus hijos no les pase nada”. “Es que morirse es muy fácil”, cuenta. A Medicina Legal llegan los más diversos casos. Unos de los más frecuentes son las muertes por obstrucción de las vías aéreas, personas que se atoran con un trozo de comida y mueren asfixiadas. También hay muertes insólitas, como la de una mujer que quedó atrapada en un hueco entre la lavadora y el lavadero o un celador aplastado por una puerta eléctrica. Hoy está orgulloso del trabajo que han hecho en Medicina Legal durante estas tres décadas. Lo que más alegra a Morales es haber formado a varias generaciones de patólogos como profesor universitario. “Me enorgullece ver a quienes fueron mis alumnos verlos ahora dirigiendo, impulsando proyectos, como jefes de Justicia y Paz, en las redes de desaparecidos, o como de jefes de patología”. ** El edificio donde funciona el laboratorio de genética de huesos tiene más de cien años. Allí, en el segundo piso, en un salón enorme de ventanales con marcos de madera trabajan las personas que buscan dar identidad a los miles de desaparecidos que hay en Colombia, muchos de ellos víctimas de los paramilitares. En el lugar, las moscas bailan sobre los esqueletos que reposan en las mesas. Tres fueron desenterrados en el Caquetá luego de ser sepultados en un mismo lugar en 2003. A pesar de tener más de una década fallecidos, aún expelen un desagradable olor, una mezcla de queso rancio y amoniaco. El doctor Morales explica que es adipocira, una sustancia grasa y blancuzca que sueltan los cadáveres. En una de las mesas, junto a un cráneo negruzco hay una hebilla de pinza que ha tomado un color similar al de los huesos. En otra, cerca de un tubo de pegante, unos calzoncillos verdes talla 34. Son las únicas pertenencias de dos de los cadáveres cuya identidad aún se desconoce. Sepulturera, Sonia Bermúdez, Kienyke Uno de los cementerios de cádaveres NN  que hay en Colombia. Este queda en Riohacha. Desde el año pasado, Medicina Legal decidió cambiar la denominación de N.N. por cadáveres en condición de no identificados. Esto, según el director de la institución, Carlos Eduardo Valdés, porque “No hay nada más grave que a un cuerpo se le borre su historia”. Con la convicción de que el derecho humano no se pierde con la muerte, el Instituto de Medicina Legal firmó en 2010 un convenio con  el Ministerio del Interior y la Registraduría Nacional de la Nación para hallar la identidad de los miles de personas que fueron sepultadas sin nombre en distintos lugares de Colombia. El conflicto interno, las masacres de las Autodefensas, atraviesan esta búsqueda. La empresa es enorme si se tiene en cuenta que a los más de 50 mil desaparecidos registrados en el Registro Nacional de Desaparecidos se suman un gran número de desapariciones que no fueron denunciadas, muchas de las cuales se dieron durante los años de mayor violencia paramilitar, en los años noventa y principios del 2000. Al esfuerzo por encontrar las víctimas se suma un convenio para cruzar con el Registro Nacional de Desaparecidos las necrodactilias (las huellas que se toman a los cadáveres) y las huellas tomadas cuando se saca la cédula de ciudadanía. Se hallaron 9968 cruces. De ellos 5582 fueron identificados. El trabajo es largo, pero hoy hay tiempo para hacerlo. En 2012 Colombia tuvo la tasa de homicidios más baja de los últimos 27 años. Es el momento, según Morales, para trabajar en otras direcciones y dar un diagnóstico más certero de la sociedad colombiana, con nuevas variables. Pedro Morales lleva más de 35 años en Medicina Legal. Lo que más lo enorgullece es haber podido ayudar en la formación de varias generaciones de profesionales. "Me alegra que con parte de mi esfuerzo haya podido colaborarles. Verlos ahora dirigir, impulsar proyectos. Por ejemplo, a los jefes de patología, los jefes de justicia y paz,  las personas que trabajan en patología en derechos humanos, los que lo hacen en la red de desaparecidos. Todos fueron mis alumnos. Entonces eso es muy agradable, ver que lo que uno soñaba se logró". Otro sueño cumplido fue la aprobación de la construcción del Centro de la memoria, de la paz y de la reconciliación, que se erige en el lugar donde por muchos años se sepultaron los cadáveres sin nombre, en una zona del Cementerio Central de Bogotá.  Morales ya había planteado en un artículo la idea de edificar un cementerio de la memoria. Pensaba en los desaparecidos, en los cadáveres que las familias no reclaman por miedo, acaso en las 600 mil personas que han muerto en los últimos cincuenta años. Conmovido, Morales dice:  "Yo creo que dentro de cincuenta años, cuando esto sea un paraíso de paz, mis hijos y mis nietos podrán decir: 'voy acordarme de una época en la que hubo mucha violencia en Colombia'. Es que la táctica de los colombianos ha sido borrar la memoria, y nosotros creemos que las víctimas necesitan verdad, justicia, reparación y memoria".  
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