Juan Pablo Manjarres

Joven ibaguereño, ganador del modelo congreso estudiantil de Colombia 2020, ganador del concurso de oratoria y argumentación politica "Jorge Eliecer Gaitán" 2022, estudiante de derecho y un protector de la educación.

Juan Pablo Manjarres

La infancia no se vende

Hay temas que no deberían generar debate, pero vivimos tiempos extraños: lo evidente necesita demostración, lo ético necesita defensa y lo humano necesita recordarse. Hoy vuelvo a escribir desde ese lugar incómodo donde la razón y la indignación se encuentran. Desde ese punto donde uno se pregunta cómo llegamos a tolerar lo intolerable: la comercialización de muñecas sexuales con apariencia de niñas en plataformas globales como AliExpress y, semanas atrás, en Shein.

No me interesa el morbo del titular ni el escándalo pasajero. Me interesa lo que esto revela sobre nosotros como sociedad. Porque no se trata de “muñecas”, ni de “una polémica de redes”. Se trata de la normalización gradual, silenciosa y rentable de la sexualización infantil en un mercado sin límites y en un mundo incapaz de proteger a sus propios niños.

Sé que la violencia sexual no surge de un solo acto, sino de un ecosistema que la permite: la cultura, los discursos, los silencios, los mercados, los algoritmos y las omisiones institucionales. Estas muñecas son parte de ese ecosistema. Son un síntoma grave de una enfermedad que avanzó demasiado sin que nadie quisiera verla.

¿Qué nos dice de nuestra sociedad que un producto así pueda fabricarse, catalogarse, fotografiarse, describirse, publicarse, pagarse y enviarse a cualquier parte del mundo con la misma facilidad con la que compramos una camiseta?

Nos dice que el cuerpo infantil -simulado o no- se está convirtiendo en mercancía. Nos dice que hay demanda, porque nadie produce lo que no se vende. Nos dice que la tecnología ha creado un mercado tan amplio y tan veloz que ni el derecho ni la ética alcanzan a poner freno. Nos dice, sobre todo, que la protección de la infancia no es tan prioritaria como decimos en discursos oficiales.

Las plataformas se defienden diciendo que estos productos son publicados por vendedores externos. Esa frase, repetida hasta el cansancio, pretende diluir su responsabilidad. Pero en derecho hay un principio elemental: si te lucras con el producto, también te corresponde el deber de vigilancia. No existen excusas cuando lo que está en juego es la dignidad de los niños. No basta con retirar algunas publicaciones; se requiere un sistema de control, no una reacción cuando el escándalo explota.

Las descripciones de estas muñecas -“cara infantil”, “boca que se puede abrir”, “cavidad oral simulada”, “cuerpo de 120 centímetros”- no son inocentes. Cada palabra está cuidadosamente diseñada para insinuar lo que la plataforma no quiere reconocer abiertamente. Es una estrategia comercial que opera en la sombra, disfrazada de “producto para adultos”. Una estrategia que, al final, alimenta el mismo deseo que las leyes buscan erradicar: el deseo sexual hacia menores.

Y aquí hay algo que se debe decir con claridad: la representación sexualizada de un cuerpo infantil, aunque sea falsa, contribuye a legitimar prácticas reales de abuso. No existe un “consumo inocente”. Lo simbólico siempre alimenta lo real. Es así como funcionan las industrias del daño: primero normalizan la fantasía, luego la realidad se vuelve menos escandalosa.

En Europa ya se abrieron investigaciones. En Francia incluso bloquearon temporalmente el acceso a Shein. La Fiscalía habló de “posible pornografía infantil”. Organizaciones civiles protestaron en las puertas de tiendas. Todo eso está bien, pero llega tarde. La pregunta es: ¿por qué tuvo que gritar la ciudadanía para que los gigantes reaccionaran? ¿Por qué la protección de los niños siempre parece ir a remolque del mercado?

Como sociedad hemos caído en una peligrosa trampa: creer que la infancia está protegida porque existen leyes. Pero la existencia de la norma no garantiza su cumplimiento. Las leyes sin control, sin vigilancia y sin conciencia social se convierten en letra muerta. Y mientras tanto, los algoritmos siguen trabajando para quien pague, no para quien necesita protección.

La infancia no es un concepto abstracto. Tiene nombre, tiene rostro, tiene historia. Son los niños que están en el aula todos los días: quienes se sorprenden con un experimento, quienes se frustran cuando no les sale una división, quienes creen en mundos mágicos. Pensar que un adulto pueda utilizar la imagen infantil -aunque sea simulada- para fines sexuales es reconocer que vivimos en una sociedad fracturada, donde lo esencial se perdió entre el ruido, el consumo y la indiferencia.

Es cierto: nadie quiere hablar de esto. Es incómodo, desagradable, doloroso. Pero el silencio es cómplice. Y, como país, como sociedad global, no podemos seguir cediendo terreno a la industria que siempre encuentra la forma de comercializar lo que debería ser sagrado.

La infancia no puede convertirse en el último nicho de mercado.
No puede ser tendencia, no puede ser contenido, no puede ser objeto.
La infancia es un límite ético absoluto.

Un límite que hemos empezado a cruzar demasiado. Hoy escribo esta columna no para alarmar, sino para despertar. Para recordar que la defensa de los niños no es negociable, no es opcional, no es un tema “menor”. Es el test más básico de nuestra humanidad. Y, por ahora, lo estamos perdiendo.

La infancia no se vende. Y si alguien intenta venderla, lo mínimo que debemos hacer es levantar la voz

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Juan Pablo Manjarres
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