Jimmy Bedoya

PhD en Administración Pública (NIU-USM). Máster en Administración de Recursos Humanos (UCAV de España). Máster en Administración de Negocios -MBA- (UExternado). Especialista en Seguridad (ESPOL), Gobierno y Gerencia Pública (EAN) y Control Interno (UJaveriana). Profesional en Administración Policial (ECSAN) y de Empresas (EAN), y CIDENAL (ESDEG). Es columnista y autor de "El pulso de las ideas", además de consultor con más de 30 años de experiencia en seguridad pública, capital humano y control interno.

Jimmy Bedoya

Las raíces del crimen

La criminalidad no es un accidente ni una desviación moral: es el espejo de las desigualdades. Allí donde la educación se fractura, la justicia no llega y la vida vale poco, el delito se vuelve una forma de subsistencia. En Colombia, los niveles de criminalidad no son homogéneos ni aleatorios; responden a estructuras profundas que moldean el comportamiento social y determinan qué territorios son seguros y cuáles se condenan al miedo.

Las cifras cambian, pero las causas permanecen. Los homicidios fluctúan, el hurto se traslada, las masacres disminuyen en un departamento y aumentan en otro. La variabilidad de la criminalidad refleja el mapa de nuestra desigualdad: zonas con mayor pobreza y menor presencia estatal concentran los índices más altos de violencia. No basta con aumentar el pie de fuerza o endurecer penas. Lo esencial está en corregir las condiciones que producen el crimen, no solo en reaccionar ante sus síntomas.

Amartya Sen, economista indio, recordaba que la pobreza no es solo falta de ingreso, sino de capacidades. Lo mismo ocurre con la seguridad: no es solo ausencia de delitos, sino presencia de oportunidades. En territorios donde el Estado no garantiza educación, empleo ni justicia, el crimen llena el vacío. Jóvenes sin alternativas encuentran en las economías ilegales —narcotráfico, minería o extorsión— la única vía de movilidad. Como advirtió Loïc Wacquant, sociólogo frances, las sociedades que abandonan a sus pobres terminan controlándolos con cárceles. Colombia reproduce ese ciclo: exclusión, represión y reincidencia.

A ello se suma la fragmentación institucional. La seguridad se gestiona desde la improvisación, con políticas discontinuas y sin articulación entre niveles de gobierno. Cada alcalde promete resultados rápidos, cada ministro lanza un plan nuevo, pero la violencia se adapta más rápido que las estrategias. No hay continuidad en la prevención ni evaluación de impacto real. En el Catatumbo, por ejemplo, se concentran miles de efectivos y millones en inversión militar, pero los indicadores siguen invariables porque las economías ilegales sostienen la vida cotidiana.

En Buenaventura, cada intervención armada reduce temporalmente los delitos, hasta que el Estado se repliega y las bandas regresan. Sin desarrollo económico y justicia efectiva, la presencia institucional se disuelve.

La impunidad completa el triángulo estructural. Nueve de cada diez delitos en Colombia quedan sin sanción. No existe peor estímulo para el crimen que la certeza de que no habrá castigo. La justicia lenta o inalcanzable convierte la ilegalidad en rutina. La víctima deja de denunciar; el agresor reincide. David Garland, profesor de la Universidad de Nueva York, lo resumió con claridad: “Una sociedad que no puede hacer cumplir sus normas termina gobernada por el miedo o la venganza”. En Colombia convivimos con ambas.

El déficit educativo es otra raíz invisible. No hay política de seguridad sostenible sin educación de calidad. Las regiones con mayor deserción escolar y menor cobertura técnica o universitaria son las mismas donde más crece la violencia juvenil. Cuando el aula se cierra, se abre la esquina. El delito ofrece identidad, ingresos y pertenencia a quienes el sistema abandonó. La prevención del crimen no empieza en el patrullaje, sino en la escuela, en la familia y en la comunidad.

También pesan los factores culturales. En una sociedad que glorifica la “viveza”, justifica el atajo y desconfía de la norma, la legalidad pierde prestigio. La trampa se convierte en ingenio, la corrupción en habilidad y la violencia en mecanismo de respeto. Martha Nussbaum, Filósofa estadounidense, advierte que la justicia no depende solo de normas, sino de emociones cultivadas. Si el ciudadano promedio no siente orgullo por cumplir la ley ni indignación ante su violación, la autoridad se vuelve decorativa. La seguridad necesita ética cotidiana, no solo control institucional.

Pero la raíz más honda del problema es la desconfianza. Sin confianza no hay denuncia, sin denuncia no hay justicia, y sin justicia no hay Estado. Un ciudadano que no cree en las instituciones recurre al rumor, al arma o a la venganza. La seguridad, más que una política, es un pacto moral: entre quien protege y quien confía. Recuperar esa confianza implica coherencia, transparencia y presencia real en los territorios. El Estado debe dejar de ser visitante y convertirse en vecino.

Los países que han logrado reducir la criminalidad —Chile, Portugal o España— comparten una fórmula sencilla: inversión social sostenida, justicia cercana y políticas de prevención basadas en evidencia. No se limitaron a castigar, sino a equilibrar. En cambio, América Latina, y Colombia en particular, insiste en la ilusión de que más cárcel equivale a más seguridad. Es una ecuación moralmente cómoda, pero estratégicamente fallida.

Reducir la variabilidad del crimen en el país exige pensar la seguridad como política de desarrollo. No se trata de redistribuir patrullas, sino de redistribuir oportunidades. No de levantar muros, sino de fortalecer escuelas. No de multiplicar cárceles, sino de garantizar justicia pronta y educación inclusiva. La seguridad no se decreta: se construye, se educa y se siente.

La criminalidad seguirá siendo inestable mientras la equidad sea una promesa incumplida. Los delitos nacen donde la esperanza muere. Por eso, la pregunta de fondo no es cuántos policías necesitamos, sino cuántas razones le damos a un joven para no delinquir.

No hay delito sin contexto, ni criminalidad sin condiciones. Mientras sigamos castigando las consecuencias y no corrigiendo las causas, seguiremos edificando cárceles donde deberíamos estar construyendo oportunidades. La seguridad real no nace del miedo al castigo, sino de la confianza en la justicia. Solo un país que repare sus desigualdades podrá, algún día, vivir sin miedo.

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