Adolfo Suárez, "qué dolor, que inmenso dolor"

Mié, 26/03/2014 - 10:20
La frase escogida para titular este pequeño homenaje a Adolfo Suárez requiere explicación para lectores no españoles. Cuando en 1976, tras la muerte de Francisco Franco el rey Juan Carlos escogió
La frase escogida para titular este pequeño homenaje a Adolfo Suárez requiere explicación para lectores no españoles. Cuando en 1976, tras la muerte de Francisco Franco el rey Juan Carlos escogió a Suárez como presidente del gobierno de la terna que le había presentado el Consejo del Reino, un historiador y político de derecha, Ricardo de la Cierva, escribió un famoso artículo en el diario El País que tituló “Que error, qué inmenso error”. Difícilmente, sin embargo, Juan Carlos pudo haber acertado más para hacer el tránsito de la dictadura a la democracia al escoger la figura de este entonces joven político proveniente de las filas del partido único de inspiración fascista que sostuvo el régimen Franco. El primer gran mérito de Suárez fue conseguir la autoliquidación de las Cortes (el parlamento) franquistas, lograr que los dinosaurios del régimen se hiciesen el harakiri y sacar adelante su Proyecto de Reforma Política requirió de una extraordinaria habilidad que en estos días con motivo de su muerte, casi todos ensalzan en homenajes tardíos a un hombre al que, sin embargo, España trató irremediablemente mal. Incluso el mismo Rey que, aunque lo distinguió con un un título nobiliario y la mayor condecoración que puede otorgar España a quien fielmente le ha servido, le retiró la confianza en uno de los momentos más difíciles de su carrera política. Los sectores más reaccionarios del Ejército, lastrados por años de fidelidad a Franco, y la actitud cainita de los miembros del partido de gobierno, Unión de Centro Democrático, contribuyeron a su caída. Por una afortunada casualidad tuve la oportunidad de estar varias horas con Suárez en un salón privado del aeropuerto de Barajas la noche del 6 de agosto de 1982 en la primera aparición pública que hizo en el momento de mayor soledad. Estuvimos allí media docena de personas, entre ellas el entonces líder de la oposición Felipe González y su esposa, y el empresario español y gran amigo de Felipe Enrique Sarasola que estaba casado con una colombiana. La causa de aquel prolongado –y privilegiado- encierro nocturno fue el retraso del avión que debía llevar a la comitiva a Bogotá a la toma de posesión como presidente de Colombia de Belisario Betancur. Todos iban como invitados personales de Betancur y aunque el tema que dominaba la conversación fue Colombia, la reunión tenía mucho de excepcional pues fue el primer encuentro entre González y Suárez siendo el primero líder de la oposición y seguro próximo presidente del Gobierno y el segundo un hombre derrotado por las miserias de la política. Aquella extraña noche se unió durante un rato a los contertulios el actor Sancho Gracia, gran amigo de Suárez y por lo que pude ver también de Felipe González. Adolfo Suárez sostenía aquella sonrisa que fue como marca exclusiva de la casa, sonrisa de cordialidad y generadora de  confianza. Pero el expresidente tenía el aire trasoñado de quien ha salido de una larga enfermedad. No hacía más de un mes que había fundado un nuevo partido, el Centro Democrático y Social, CDS,  con el que Suárez sólo sacaría dos diputados en las elecciones celebradas a finales de ese año. Así que efectivamente parecía un convaleciente. Estuvo cercado por los militares, por el poder económico, por el partido Socialista y por los barones de su propio partido. Y muy especialmente por la prensa, que fue inmisericorde con él; y, por si fuera poco, sentía haber perdido el afecto del Rey. Ese fue el Suárez que tuve frente a mí aquella noche. Ver la cordialidad con que lo trataba Felipe González después de haber llegado a presentarle una moción de censura en el Congreso, de haber sido uno de sus más encarnizados acosadores hasta hacerle tirar la toalla no dejaba de ser sorprendente. La política tiene esas cosas. Dos años antes, un 17 de diciembre, todavía en la cúspide del poder pero capeando ya los más tempestuosos episodios de su mandato, me tocó acompañarlo en un viaje de Estado a Santa Marta en donde se celebraba el 150 aniversario de la muerte de Simón Bolívar. En aquella ciudad del Caribe colombiano, a 35 grados a la sombra, con una humedad agobiante y en medio del caos que supuso para una ciudad pequeña la presencia de una decena de jefes de Estado y de Gobierno, Adolfo Suárez demostró que no sólo era un primer espada en los ruedos políticos de España sino que era también un maestro en el toreo de salón. Pronunció en la basílica de Santa Marta a nombre de todos los invitados un largo discurso que causó perplejidad entre la comitiva española. Un pieza oratoria de complicado hilo conductor -¡de quince folios y con la que estaba cayendo fuera!- cargada de los perifollos y recursos retóricos tan del gusto de los políticos de estas latitudes loando la unión de España con las repúblicas americanas que, como suele decirse, se metió a todos en el bolsillo. Sus errores fueron suficientemente glosados y agigantados en aquellos años y todo lo bueno que hizo se le ha dicho cuando ya, perdido en brumas del olvido en que lo envolvió la enfermedad que lo llevó a la tumba, no pudo reivindicarse. Quienes usufructuamos de su obra le estaremos agradecidos por haber hecho eso que parece tan sencillo pero que en España era una labor titánica, facilitar la convivencia entre quienes no pensaban igual. O dicho con sus palabras, haber sabido “dar agua mientras arreglaba la cañería”.
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