Tenemos a veces la sensación de que el mundo está por desmoronarse, y que solo hace falta una gota para que se reviente la represa que contiene todos los males que nos agobian. Eso pasa los lunes a las seis de la tarde mientras aguardamos estoicamente -bajo la lluvia pertinaz- el bus que nunca pasa.
En ese instante no queda más que abandonarnos a la inútil espera, y rumiar en silencio nuestra mala leche pasada por agua. No es tanto la lluvia, sino la impresión metafísica de impotencia y desamparo ante la adversidad lo que nos corroe el alma.
De pronto aparece una muchacha con su pequeño hijo cargado en un canguro, y se acomoda en la banca del paradero. Los esperadores, calados hasta los tuétanos, la contemplamos con ternura, al tiempo que le abrimos campo a su encantadora presencia.
¿Es María Auxiliadora con el niño Jesús coronado en sus brazos la que viene en nuestra ayuda?
No. Es una jovencita de rostro broncíneo, donde se asoma -a pesar del frío- una sonrisa dispar pero infinita que le arranca espasmos de emoción y alegría a su retoño. No es la virgen, eso está claro; ni es milagrosa, es evidente.
Y sin embargo nos regala con sus carantoñas la tibieza del vientre materno que nos hace olvidar el tedio de la tarde glacial. Entonces los transeúntes, apeñuscados en el paradero como pingüinos, nos miramos unos a otros para encontrar con asombro las sonrisas que la muchacha dejó pegadas en nuestras caras de lunes lluvioso.
Apósito de ternura
Mié, 19/10/2011 - 12:38
Tenemos a veces la sensación de que el mundo está por desmoronarse, y que solo hace falta una gota para que se reviente la represa que contiene todos los males que nos agobian. Eso pasa los lunes a