Bienvenidos a Petrópolis

Mar, 01/11/2011 - 16:25
Como Sofronia, nuestra capital desde el año entrante renueva su media ciudad provisional. Se queda la lumbre, la vida que gira alrededor de las cebras y sus contorsionistas, su limosna y quienes la s
Como Sofronia, nuestra capital desde el año entrante renueva su media ciudad provisional. Se queda la lumbre, la vida que gira alrededor de las cebras y sus contorsionistas, su limosna y quienes la sustentan detrás del múltiple sabor de los carros y de sus conductores. Se van los edificios municipales, el ala norte del Palacio Liévano y unos cuantos monumentos; desacoplan sus goznes modulares, desarticulan y se llevan sus cimientos y paredes, escritorios y letrinas, y traen otros -también de armar- para que tengan brillo unos días y se vayan estropeando por el uso y por el desuso que también corrompe; y los instalen unos hombres de overol para que duren, por lo menos, lo que dure su nuevo nombre: Petrópolis (La nueva). La vieja, a 70 kilómetros de Río de Janeiro, guarda la calurosa memoria de los veranos de Pedro II quien importó, en tiempos de su imperio, más de 500 familias de inmigrantes alemanes para poblar la región. Como Bauci, Petrópolis será guindada entre las nubes y desde allá miraremos lo que dejamos detrás; lo que por respeto no quisimos dañar, la poca infraestructura principal que sostiene los zancos que nos mantienen allá arriba, amarrando cabuyas y halando canastos para subir las semillas y los frutos de una sabana que obnubiló las carnes blandas de Jiménez de Quesada y de su séquito. Como Ersilia, seguiremos tejiendo parentescos porque eso es lo que hacemos, tender hilos entre los unos y los otros hasta que tantas conexiones, e interconexiones, nos ahuyentan y nos vamos a otra parte y seguimos hilando, con el mismo huso, a un mismo ritmo y con el mismo talante pero en un sitio que tiene el encanto de no ser el de antes, desenmarañado, desprovisto de viejas ataduras. Como Clarice, Petrópolis está dictada, de antemano, por un modelo de ciudad ideada por algún viajero, alguien que, con una vara, pintó un damero en la tierra. Un modelo que se renueva y se destruye con una cadencia pasmosa; pero que en ese periplo entre sombreados valles y luminosos picos ha conservado retazos representativos de cosas y de frontispicios, de esquinas fotografiadas por los turistas. Hoy es una mezcla de pretéritos que -aunque se distancian- no insultan, de ninguna manera, el modelo primario: la pretensión fundacional que hierve en cada primer hombre, o mujer, o pareja, cualquiera de ellos forastero. Como Smeraldina, Petrópolis será sólida y líquida a la vez; sólo podrá dominar todos sus puntos quien se transporte en helicóptero, por aire donde las rutas son infinitas. En tierra, dragado y multiplicado el río Bogotá por expertos traídos de los Países Bajos, la ciudad tendrá tantas opciones de canales fluviales como de vías asfaltadas, en zigzag se confundirán las aceras con las caídas de agua y las estaciones de Transmilenio con los manantiales. Un maridaje entre lo aportado por la naturaleza y lo aportado por el hombre que resultará en coloridas vegetaciones y ánimos alegres y danzantes. Pero, esto, no tendrá importancia: la ineficacia de los mapas será evidente, ante la posibilidad infinita de recorridos, cruces y entrecruces; por más gondoleros y taxistas nadie podrá repetir la misma ruta hacia un mismo sitio. La vida despojada del germen de todas las rutinas: el trayecto, ganará en liviandad lo que perderá en los recursos mal concebidos de la orientación. Como Zirma, los recuerdos de Petrópolis serán los semáforos de 4 colores, los de siempre y un azul que dará paso a quienes aprendieron a volar o galopan sobre garzas gigantes; la turba variopinta de estudiantes universitarios que por oleadas invaden las horas semanales del centro histórico de la ciudad, dando vida a rincones septembrinos y pequeños bogotazos; y, entre muchos otros, los obesos parlamentarios cuyos grandilocuentes pedos pasan desapercibidos en el Salón Elíptico del Capitolio. Se grabarán en la mente ciudadana aquellos fenómenos que, como éstos, tengan la calidad intrínseca de repetirse, repetidas veces y en secuencias que se repitan, una y otra vez, valga la redundancia. La verdad, Petrópolis no será tan sorprendente como Zirma. Lo suyo, sin duda, será repetirse -como lo ha hecho por centurias- pero se parecerá más a Eutropia: ciudades vacías que a su alrededor son habitadas cada que malgastan, o se aburren sus habitantes de la ciudad presente. Pasan de una a otra en predecibles elongaciones del tiempo. Con cada mudanza cambia el alcalde, algunas de sus funciones y el título de sus subalternos; cambia, por ejemplo, el sentido de las calles y los nombres de las charcuterías; cambian los capacitados de oficio y los incapacitados de esquina. Cambia lo superficial pero -contrario al estribillo de Mercedes Sosa- lo profundo se mantiene, porque la ciudad sigue siendo “idéntica a sí misma” debido a que los discursos permanecen, las lecciones aprendidas se enuncian igual, con distintas dicciones y acústicas, posiblemente, pero con el guión heredado e invariable de los primeros oradores que relataban batallas y construían el imaginario colectivo de los pedestales y los bustos de mármol cuya penitencia sigue dependiendo del arbitrio intestinal de las palomas. Con cada alcalde nuestra ciudad se comporta como Olinda. Al principio nadie nota el hueco imperceptible entre el resquicio de alguna calle, a los pocos días está del tamaño de medio limón y sólo los niños descubren que por dentro lleva una ciudad. Vivimos tan distraídos con las nimiedades del diario vivir que del hueco salen calzadas, centros comerciales, autopistas, alambrados y parques con fuentes, y eucaliptos; una urbe que desplaza la existente, abriéndola en su centro, explayándola a la fuerza, rompiéndola, alargándola hacia confines sin jurisdicción, ni esperanza. Petrópolis no será distinta en su alumbramiento, el daño está hecho desde la invención de la democracia, sin embargo, a una nueva clase de hacedor se le ha hecho el encargo de dirigirla, de darle sentido. Un hacedor cuya incomprendida causa tiene el deber de demostrar y cuyas acciones deben seguir siendo la piedra en los relucientes zapatos de la corrupción. ¡Bienvenidos a Petrópolis! Se anticipa que no será una interpretación del Kublai Kan, afectada por su ego conquistador, ni una imaginería de Marco Polo para caerle bien a su anfitrión; como tampoco podrá ser ya, ni invisible, ni transcrita por Italo Calvino. Sin embargo, tendrá la virtud de no ser un cuartel de conspicuas heroínas, ni la ubérrima maravilla del mundo que clamaban otros candidatos. Como la vieja, que significa: ciudad de Pedro; ésta, la nueva, será la ciudad de Gustavo.
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