Coincidiendo prácticamente en el tiempo hemos conocido por la prensa dos noticias de muy distinto signo relacionadas con las fuerzas de orden público colombianas, los escándalos de corrupción protagonizados por altos oficiales del Ejército y la Policía y las muertes y heridas de que fueron víctimas media docena de jóvenes entre los 20 y los 18 años por parte de la guerrilla, mientras erradicaban cultivos de hoja de coca en el departamento de Antioquia.
Los oficiales del Ejército interceptaban ilegalmente comunicaciones o tenían participación en contratos millonarias y los oficiales de la Policía se enriquecieron también con contratos y otros negocios que están por esclarecer. Los jóvenes que murieron o fueron heridos por la guerrilla cumplían el servicio militar obligatorio como auxiliares de policía en una zona de alto riesgo sin ningún entrenamiento ni preparación.
¿Qué preparación puede tener para enfrentar a la guerrilla un muchacho apenas empezando a vivir, generalmente campesino, que no tiene dinero ni contactos para obtener una libreta militar sin la cual su vida se hace imposible, sin la cuál nadie le dará trabajo? Son la carne de cañón de un conflicto estúpido. Mientras uno de sus superiores sale de la institución, según el parte oficial “ante denuncias de supuestas irregularidades en los millonarios negocios de su dependencia”.
En la presunción de inocencia del general de la Policía León Riaño figura, entre otras propiedades, un apartamento en Bogotá valorado en más de 6 mil millones de pesos. La denuncia en su contra plantea esta pregunta ¿Cómo puede tener un patrimonio superior a 10 mil millones alguien con un salario de 8 millones al mes? Según un noticiero de televisión, su hermano José Roberto, nada menos que exdirector general de la Policía, también es presunto implicado en delitos por el estilo.
En el caso del Ejército si ahora se sabe que hasta el presidente de Colombia fue interceptado ilegalmente, qué pueden esperar los demás ciudadanos. Siempre que estalla un escándalo en este ámbito se acude a la socorrida figura de las “manzanas podridas”, casos aislados que no tienen por qué empañar a la institución.
“Manzanas podridas” también fueron los oficiales que ordenaron la muerte de más de tres mil inocentes haciéndolos pasar como guerrilleros muertos en combate porque el jefe del Estado de turno les exigía conteo de cadáveres para exhibir como éxitos en la lucha contra la guerrilla, una infamia que en muchos países del mundo civilizado habría removido los más profundos cimientos de su sociedad.
En Colombia no. Aquí, como se ha visto en una de las interceptaciones conocidas en estos días, el comandante de las Fuerzas Armadas, general Leonardo Barrero, recomendaba a uno de los implicados en ese delito “formar mafia” contra los fiscales investigadores. Y su interlocutor, el coronel González del Río implicado en tan execrables delitos, estaba dedicado a negocios ilícitos para “financiar su defensa”. Este episodio en concreto demuestra que la muerte de miles de inocentes, conocida en Colombia con el deleznable eufemismo de falsos positivos, es un asunto institucional, nada de caso aislado, de un asunto solo de manzanas podridas.
Falsos positivos, defensa de los implicados, interceptaciones ilegales con el pretexto de luchar contra la guerrilla, trapicheos de alto vuelo por parte de oficiales que se enriquecen, muertes y heridos entre muchachos que hacen el servicio militar obligatorio, campos sembrados de coca que hay que erradicar; y a todas estas, la guerrilla ordenando acciones violentas para hacer presión sobre el gobierno en las conversaciones de La Habana.
Son algunos de los piñones del siniestro engranaje que mueve la vida de los colombianos en medio de una guerra de baja intensidad inútil y absurda pero conveniente para unos cuantos. Mientras los altos oficiales llamados a retiro salen “con la frente en alto y su honor intacto”, quiero recordar solo los nombres de los tres últimos muertos en un campo de coca, tres jóvenes policías auxiliares: Sebastián Sierra, de 20 años y natural de Dosquebradas; José Soto, bogotano de 18 y Juan Camilo Santa, de 19 años de un pueblecito de Tolima llamado Ortega. Tres muertes solo lloradas por sus familiares, ignoradas por los colombianos y ya olvidadas por sus superiores.
Y, por si algún europeo o norteamericano consumidor de cocaína lee esto, le informo que en su próxima raya hay un coágulo de sangre de Sebastián, de José y de Juan Camilo.
Carne de cañón
Lun, 24/02/2014 - 11:44
Coincidiendo prácticamente en el tiempo hemos conocido por la prensa dos noticias de muy distinto signo relacionadas con las fuerzas de orden público colombianas, los escándalos de corrupción prot