[caption id="attachment_4640" align="alignleft" width="300" caption="google"]
[/caption] Óscar Wilde decía que sus problemas no eran con los hombres -aunque los tuvo, y le granjearon terribles daños-, ni con las ideas, sino con las palabras. Señalaba que lo más aterrante de hoy en día (es decir, hace un poco más de cien años) es la incapacidad de poner nombres bellos, o armoniosos a las personas, a las cosas e incluso a los libros. Se trata de la importancia de las palabras, que para el brillante esteta inglés eran un mundo: el de un hombre, una época, una civilización. En este caso, se trata de un icono, el de un siglo, el XX, plagado de iconos mediáticos y masivos.
Hablo no tanto del título de la obra, sino de su autor, y no del proceso técnico que le llevó la realización de dicho trabajo, sino de la obra lingüística y hasta estética de su nombre, del agrupamiento de letras que conforman una palabra, cualquiera, y que se asimilan como el deposito identitario de un individuo, de su clan familiar y hasta social. Y por consiguiente, artístico. La adopción del nombre de pila en el mundo del arte está lleno de anécdotas y curiosidades. En este corto escrito traigo a colación varias, de diversos pintores, de épocas y de distintas escuelas. Para llegar al caso de Picasso, por ser el pintor más importante del siglo XX y que creó todo un universo formal, que hizo de su pintura un punto de no retorno para el arte posterior a él.
En este sentido el nombre no comporta menos importancia que la obra misma, de los títulos largos e incomprensibles de Salvador Dalí como un desahogo irracional, o los cautos, ordenados –como en una especie de serie de contaduría burocrática- y sencillos de Kandinsky, o en la simple anulación del lenguaje de las palabras de Luis Caballero. Pero el asunto no es tanto de la obra (aunque la obra haga al creador), sino del autor de ésta, del artista. Un nombre marca el estilo, se hace referente, necesario. Así no es gratuito la asociación de Fidias o Praxíteles, al momento de hablar sobre el arte clásico griego, o de un Leonardo o Miguel Ángel en el Renacimiento italiano, o la confusión de la dupla Manet/ Monet que a menudo se repite, pero que son diametralmente opuestos, y los representantes más conocidos del impresionismo francés.
En el siglo XX tres nombres se han convertido en referentes, iconos y, si se quiere, en una marca comercial. Warhol, Duchamp y Picasso son los tres artistas que enmarcan, resumen y exponen el arte del pasado siglo. Son así mismo tres miradas distintas, estilos con pocas semejanzas, ritmos de trabajo diferentes: el frenético y atiborrado de Picasso (quien decía ¡siempre hay que trabajar!), el sigiloso y metódico de Duchamp, que intercambiaba obras en partidas de ajedrez (que generalmente ganaba), o al frívolo, calculado y premeditado de Warhol, que antes de ser artista fue publicista. Cabe recordar que el origen del arte pop es sociológico, responde al esplendor de una época que surge de la posguerra y de la búsqueda de cambios, de nuevos horizontes y modos de vida cotidianos de las grandes metrópolis estaudineneses.
Para lograr el impacto que tuvo y aún conserva su obra, Andrew Warhola (de origen polaco por su padre y sureño por el lado materno), decidió quitar esa molesta a al final de su apellido, convirtiéndose—junto con su apellido y su particular y vistoso peinado—en una marca registrada, un slogan comercial, que lo llevaron a autoproclamarse como “Mr. America”. Esto sucedía a finales de los años 50, en una ciudad pequeña, de granjeros que empezaba a urbanizarse, Pittsburg, estado de Pensilvania. Medio siglo antes, en un bar de mala muerte en Montmartre, un par de recién llegados españoles conversaban—más bien discutían—sobre cualquier cosa (nunca fueron grandes conversadores, ni juiciosos escritores), y disfrutaban de mujeres, alcohol, la soledad y la bohemia de la París de inicios del siglo XX. En la que abundaban el hambre, el frío (o el excesivo calor, según la temporada), los vagabundos que venían a buscar fortuna en la grandiosa ciudad gala: entre ellos italianos, belgas, españoles, americanos, japoneses; en fin, toda una pléyade de vagabundos, artistas, desocupados o enfants terribles de la aristocracia francesa.
París era el sueño –el bien conocido y manoseado epítome de Hemingway “París era una fiesta”--, la escena del arte, el centro del mundo. Con la incursión y en algunos casos el triunfo de movimientos de vanguardia (los impresionistas, los fauvistas, todos los ismos, el dada) el arte se revolucionó, el ritmo de cambio y reinvención fue frenético. No era posible quedarse rezagado. Pues cada nuevo estilo o escuela se catalogaba a sí mismo como vanguardia, como la punta de lanza del arte, del nuevo arte. Nombres como Derain, Ernst, Soutaine, Picasso, Gris, Braque, se sucedieron al unísono, sin mayor tiempo que el necesario para conocer su obra o propuesta -una obra, no en el sentido inmediato de un cuadro, un lienzo, sino en la solución de problemas a través de series, de tratamientos que se reflejan en el trabajo de cada artista-.
De las muchas propuestas, e incluso de las muchas, muchísimas obras, es decir, lienzos, telas o llanamente cuadros, que se presentaban, el trabajo y el nombre del malagueño Pablo Ruiz Picasso sobresalía. También su alocada vida bohemia, llena de excesos, de aventuras y desmadres económicos. Las burguesas parisienses de entonces—e incluso de hoy—se sorprendían y refunfuñaban ante aquellos jóvenes nuevos artistas, los tachaban de extranjeros cuya barbarie inundaba la plácida, lisa y elegante vida nocturna parisina con su desordenado estilo de vida. Que más bien parecía un carnaval, una fiesta sin fin: lo contrario al orden establecido.
Ese orden, o desorden, que se acusaba tenía razones y motivos más profundos que la simple y miope opinión de la decencia parisiense. Podría decir, para no alargarme en este punto, que las vanguardias rompieron con el orden que se manejaba en el arte, que hasta antes del Impresionismo, se apegó al principio de la reproducción de la naturaleza. Es decir, a retratar, copiar las formas y repetir las formulas establecidas por la Academia. También se rompió con el arte –digamos- “legitimado”, catalogado como rector y pauta en Occidente: la perspectiva, el uso del color, la adecuada composición, la simetría y ajustada proporción. Y más allá de esta ruptura artística, está la ruptura con el fenómeno del capitalismo triunfante y su máxime representante, que era -y aún continúa siendo- la clase burguesa. Que se apega al orden, al epítome de racionalización: de las formas de vida, del uso del tiempo, del peso de las cosas, del comercio, de la producción industrial, social, artística, de los hombres y mujeres, niños y ancianos. Todo entró en este orden. Nada podía asumir una independencia, sino que entraba en la órbita de supeditación de dicha clase social.
Los primeros intentos de cambio en las bellas artes, comenzaron en la poesía, con el célebre Arthur Rimbaud y su conocido poema “una temporada en el infierno”, en el que se desengaña de la belleza como principio y fin de la composición poética, persiguiendo, o escribiendo sobre otros temas, no tan idílicos, pero imposibles de pasar inadvertidos: la vida urbana en su apogeo, la miseria de las ciudades, los campos desolados. Por ese motivo Baudelaire se autoproclamó como el pintor de la vida moderna, título obtenido tras la censura y persecución de su poemario “Las flores del mal”. Nombre más que pertinente para su trabajo literario y que llevó su nombre a encabezar la lista—codiciada, hay que reconocerlo—de “autor maldito.”
En la pintura se gestó el cambio con los primeros trabajos de Manet, su resignificación de obras clásicas—La Olimpia--, su decisión de trabajar con temas urbanos, con personajes cotidianos. Pintaba al aire libre, retrataba a los viejos gondoleros del sena, a los jóvenes comerciantes de Montmartre, a los niños de la rivera que jugaban, o los campos de girasoles y flores del verano mediterráneo. Se trataba de ir contra los principios establecidos y canonizados por la academia, por eso la escogencia de conocidas y célebres prostitutas parisienses como modelos de sus cuadros más conocidos, del retrato del Sena festivo que hizo Renoir, o de la vida nocturna de un posterior Toulouse-Lautrec. Este proceso se gesta en la París de finales del siglo XIX, no en los museos grandes y célebres, sino en arriesgadas galerías, en el Salon des Refusés, que ante la competencia y monopolio de los museos y galerías, apostó por el arte nuevo, el rebelde, transformador, de vanguardia. Y fue precisamente el Impresionismo el movimiento que se dio más a conocer, fruto de la mala prensa, que llevó a la ridiculización en magazines y periódicos locales, en uno de dichos diarios, el crítico de arte Poussnat Angeliee, calificó a estas obras como “impresionistas”, por su incidencia y repulsión en el ojo del público que las veía. Dicho crítico, aportó en sorna otro nombre a la historia del arte. Al ir a una exposición con pinturas de varios pintores del sur entre ellos Zignac, Matisse y Derain, se encontró con una revolución cromática, con una posición del cuadro donde la primacía la tenía el color como eje de la composición de la obra. Ante el cambio y la nueva propuesta, el crítico señaló que
--¡Pero, si parecen bestias!
De ahí el nombre de fauvistas (fauve en francés significa bestia, salvaje) al grupo liderado por el pintor más importante de Francia en el siglo pasado, que fue Henri Matisse.
La ruptura del orden conduce al cambio, a la construcción y consolidación del yo, de la imagen y la carga simbólica que significa la independencia, para el individuo y la asociación o agrupación de éstos. Pues todo es orden si nos atenemos a la propuesta de Foucault, “el poder lo sabe todo, poder que se llama mercado, Estado, jefe, familia, televisión, radio, pareja”. Se trata de un control social, que se ejerce por medio de las tecnologías o instrumentos de comunicación: el telégrafo y posterior teléfono de ayer, al ordenador portátil o nuevos teléfonos móviles de hoy.
La primera decisión de libertad de Pablo Picasso le vino de su padre, maestro de arte y director de un pequeño museo en Málaga, quien al ser consciente del inmenso talento de su hijo, le regaló sus pinceles y pinturas. La segunda libertad fue estética -las palabras, como lo pensaba Wilde-, y le vino de un amigo suyo, compañero de aquella primera estancia en París a inicios de 1902: Juan Casagemas, suicidado años más tarde. Éste, en medio de aquel bar miserable que señalaba arriba, de una conversación que giraba en torno a muchos temas, le sugirió, ante el evidente talento de su contertuliano, que un cambio de nombre—una imbricación, sería más preciso—le caería bien. Se trataba simplemente de cambiar el orden de sus apellidos, de la adopción del materno como el artístico, el Picasso de su madre Ángela, en vez del Ruiz, que le parecía común y corriente, contrario al hombre que él veía, que era un genio, un extraordinario pintor. De ahí que, desde 1903 Pablo Ruiz Picasso, firmase sus obras, con el unísono de Picasso.
