No es la distancia el comienzo del olvido. Dejar de pensar en alguien o de preocuparse por él o ella es una forma de ir olvidándolo o dejar de amarlo, que es lo mismo. La distancia merma el ardor y fortalece lazos más profundos entre hombres y mujeres, entre amigos o amantes, o entre enemigos y rivales. La distancia en el tiempo y el espacio tiene en la espera una idea romántica, que nos llega con la sorpresa: una llamada, un mensaje, un adiós.
Olvidar es dejar de tener en la memoria algo que se tenía: agravios, afectos, duelos, afanes. Es alejarse de los odios y de las personas que los poseen, o al contrario, los sentimientos que poseen a las personas; es decir “no más” a la carga nupcial de la rutina o cesar el duelo íntimo de culpas atrasadas que pesan en el alma. El olvido se asocia con la memoria, con un lugar que está en lo más íntimo de nosotros, un espacio anterior a la conciencia o la razón. De esta forma, el olvido es una sensación, una evidencia de que somos más corazón que raciocinio. Que sentimos. Que somos humanos.
Oscar Wilde decía que el sufrimiento nos pone en contacto con nosotros mismos, porque es el único sentimiento gracias al cual tenemos conciencia de existir. No es la abundancia en el amor, los amigos o la compañía, ni menos aún del dinero y las comodidades que llegamos a conocernos mejor, a presentir nuestras acciones, a hacernos más sensibles consigo mismos. El triunfo es valioso por el esfuerzo hecho y el amor es indudable si se ha conocido el dolor. Son los momentos de dificultad, de hambre o insomnio, aquellos que nos hacen más fuertes y atentos a las enseñanzas de la vida. Quizás con los años lleguemos a ser profundos. Un proverbio chino dice “todos los hombres son sabios, unos antes, otros después”.
Olvido y sufrimiento se presentan como experiencia para entender las cosas y comprender a los hombres.
Ayer sábado mientras se comentaba la impactante noticia del asesinato de los cuatro policías tras 13 años de infame y triste secuestro, me preguntaba, si antes de que fuesen ultimados ya los habíamos olvidado. Héctor Abad Faciolince señalaba en una entrevista que “un cuerpo que no recuerda es igual a una piedra”. Ponernos en el lugar del otro, del que sufre es un acto de generosidad y de humanidad. ¿Será que alguna vez intentamos comprender el encierro obligado en un lugar hostil y sin esperanza? ¿Cuando salimos el 4 de febrero de 2008 lo hicimos como fruto de una reflexión sobre nuestro papel como ciudadanos en un país atravesado por un conflicto que no cesa que emponzoñarse? ¿Descubrimos una razón o nos inventamos un motivo? ¿Fue más un plan imprevisto o una invitación de “Julito”, que una auténtica muestra de solidaridad para con los secuestrados y sus familias? Finalmente, ¿salimos a marchar por Íngrid Betancourt y la sombría imagen que el país conoció, o por todos los que han sufrido esta vejación y en general por las víctimas de la violencia en Colombia?
El filósofo Erich Fromm enseñaba que el amor es una actividad, no algo pasivo ni quieto. Parte de amar es conocer a la persona amada, cuidarla en la enfermedad o auxiliarla en las dificultades, comprenderla en sus altas y bajas. Pero no es limitarse a alguien (esposa, hijos, padres, hermanos, amigos), sino entender que todos somos uno, que tenemos un vínculo común, que todos y todas somos es cierto sentido hermanos. Por eso quien dice amar o comprender “únicamente a mi familia y mis amigos”, no los ama en verdad ni sabe entenderlos. Para comprender es imprescindible escuchar al otro, entender porqué hizo esto o dejó de hacer aquello. Es, como lo decía, un acto de generosidad. Los conflictos se inician por la voluntad de uno y finalizan con la voluntad de todos: la segunda guerra mundial la inició Hitler y su pandilla demencial, pero la cerró el milagro de los sobrevivientes que rescató a Alemania del hambre y la destrucción.
Leyendo algunos mensajes en redes sociales o en páginas de periódicos me he topado con mensajes cuya ignorancia es aterradora e insultante, su indeferencia para con el dolor de Johan Steven Martínez y las familias es una muestra cruda y real de lo que muchos colombianos piensan sobre el conflicto del país: que no existe y las víctimas son menos que majaderos. Más allá del dolor por esta noticia, es importante reflexionar sobre la apatía de tantos, su anestesiada sensibilidad con los demás. La invalidez de pensar solo en el interés individual y el bienestar propio. La ingravidez por lo de todos, por lo que nos une, por ser mejores ciudadanos. La imagen de un refrán es real: “duele más la indiferencia de los buenos que la maldad de los malos”.
Soy un convencido de que todos en la vida necesitamos de los demás, una frase de Chesterton dice que “un hombres más otro hombre no son dos hombres, sino mil veces un hombre”. La solidaridad y valores como la paciencia, el esfuerzo y la generosidad deberían acompañar a los colombianos: a los que sufren hoy o los que mañana quizás nos necesiten. Una mano amiga para sentir la compañía.
Por hacer del olvido un aprendizaje y no un acto de indiferencia.