Dicen que el onceavo (decimoprimero, para ser lingüísticamente correctos) mandamiento es “No dar papaya”. Un agregado cultural que los colombianos le hemos hecho a la tradición bíblica, y que se ha convertido en una especie de piedra angular que pareciera regir los designios de esta Patria Boba.
¿Lo robaron? Dio papaya. ¿Le desocuparon el apartamento? Dio papaya. ¿Le desvalijaron el carro? Sí, usted ya lo debe estar adivinando: dio mucha papaya. Y así, la culpa recae, por alguna razón, sobre la víctima. El victimario solo aprovechó el momento, la ocasión, la circunstancia que se le presentaba. El criminal lo único que tuvo que hacer fue partir la papaya.
Lo triste del caso es que no solo es un fenómeno artesanal que se queda en el imaginario colectivo del pueblo. No. Es un fenómeno que ha ido a infectar con su vaho las páginas de los diarios, las salas de redacción de los noticieros, los discursos de portavoces de entidades del Estado, las ondas electromagnéticas de las radios que suenan estridentes en los buses o taxis. Recomendaciones que buscan evitar que la víctima sea la culpable de su propio destino (no deje solo el apartamento, no saque el celular en público, no transite por tales vías, no le diga a nadie sobre sus planes monetarios, entre otras).
La consecuencia más inmediata es que nos hemos ido acostumbrando al mal, a los crímenes, a las injusticias, a los robos, a los fleteos, a los asesinatos, a las violaciones, a los ataques, a los brotes de intolerancia, a la discriminación, a las extorciones. Nos crían para no dar papaya y para ser sordos, ciegos y mudos. Si vio algo, olvídelo. Si escuchó algo, encienda la radio y ahogue eso que retumbó en sus tímpanos. Si va a decir algo, piense en las consecuencias. Y así, perdemos tres de nuestros cinco sentidos, excusándonos con un “algo tuvo que haber hecho”. Entonces, la vida sigue como si nada: impasible e imperturbable.
En Colombia, por ese silencio cobarde con el que nos embriagamos a la primera ocasión, hemos ido asimilando a la impunidad como una presencia sentada a la diestra de la parsimoniosa Justicia. Un país donde a una mujer la pueden violar, tal como pasó en Bogotá, ante la vista impávida de los transeúntes que hicieron caso omiso del suceso y prefirieron acelerar el paso, para poner distancia entre ellos y eso que exigía un mínimo de civismo ciudadano. ¿Para qué actuar? No era la madre, la hermana, la hija, la esposa, la amiga de ninguno de los que oyeron sus llamados de auxilio. No vieron, no escucharon y no dijeron nada. La vida siguió igual. El cielo siguió siendo azul, el sol continuó alumbrando como siempre, los paisajes permanecieron perennes… entonces, ¿para qué intentar cambiar el destino de una pobre diabla, cuyo único pecado fue salir sola a buscar su ruta de transporte a las 5:30 de la madrugada? ¡Ah, claro! Dio papaya.
Pero, siendo justos, estas actitudes pusilánimes son el resultado de la incapacidad institucional para dar respuesta a las necesidades de poblaciones que viven bajo la ley del plomo y de las fronteras invisibles. Denunciar es exponerse a las represalias, a las venganzas, a las acciones en contra del denunciante y de sus seres queridos. Abrir la boca equivale, muchas veces, a amanecer con ella llena de moscas lejos del hogar. Hablar, en algunos casos, es sinónimo de morir.
Las garantías por parte del Estado no existen, si tenemos en cuenta que personas al servicio de la ley dan chivatazos sobre quiénes, cómo, cuándo y dónde declaran. El fenómeno de la corrupción ha llegado hasta tal punto, que se debió implementar una línea, la 166, para que la ciudadanía pueda denunciar a los policías corruptos (la misma ciudadanía que teme denunciar en primera instancia los delitos cometidos por civiles). Este clima de desconfianza hacia la fuerza pública queda consignado en el informe Control territorial y resistencias (2012), realizado por el Observatorio de Seguridad Humana de Medellín, la Personería de Medellín, la Universidad de Antioquia y el Instituto Popular de Capacitación. Se podrían consignar acá todas las cifras, testimonios y datos allí presentados, pero basta una frase para resumir el sentir de algunas comunas de la capital de Antioquia: “El que denuncia se muere”. Así de sencillo. Si usted denuncia, podría estar dando papaya.
El ruso Aleksandr Solzhenitsyn, alguna vez escribió en su libro Archipiélago Gulag (publicado en 1973): «Si no castigamos y ni siquiera censuramos a los malvados, estamos haciendo algo más que cuidar su miserable vejez: estamos socavando por debajo de las generaciones futuras todas las bases de la Justicia. Por eso crecen “indiferentes”, no por la “débil labor educacional”. Los jóvenes asimilan que la vileza jamás se castiga en la tierra, que ayuda a prosperar. ¡Qué incómodo sería vivir en un país así!».
Lástimosamente, Colombia se ha convertido en ese país. En la tierra donde el crimen les hace creer a las mentes que en verdad paga. En un terruño donde se idolatran a asesinos de la calaña de Pablo Escobar. En una nación donde el miedo puede llegar a tener más peso que la justicia. Colombia es un cielo azul manchado por los gallinazos de la desidia y un mar rojo de líderes comunitarios que han muerto por pensar diferente. Es el viento que lleva volando entre sus ráfagas los testimonios de aquellos que prefirieron callar; los paisajes de pesadillas que algunos vieron y que quisieron olvidar; los sonidos angustiosos que otros decidieron no oír. Colombia es el reino del silencio y la papaya. Un país donde la impunidad triunfa porque le han dado la papaya para que lo haga. Ella solo tuvo que partirla… y nada más.
El reino del silencio y la papaya
Lun, 06/01/2014 - 05:11
Dicen que el onceavo (decimoprimero, para ser lingüísticamente correctos) mandamiento es “No dar papaya”. Un agregado cultural que los colombianos le hemos hecho a la tradición bíblica, y qu