Gobernar el mundo

Vie, 21/02/2014 - 10:24
Populares hasta el delirio se han vuelto en esta ‘era de la información’ las clasificaciones, los rankings. Algunos reconocidos como triviales (los diez mejores helados de fresa o el to
Populares hasta el delirio se han vuelto en esta ‘era de la información’ las clasificaciones, los rankings. Algunos reconocidos como triviales (los diez mejores helados de fresa o el top cinco de escotes en los Grammy) y otros que construyen y destruyen políticas: las evaluaciones de sistemas educativos, de diligencia de los aparatos judiciales o de violaciones a los derechos humanos. Uno, tal vez el más de los populares, me parece que está camuflado entre los relevantes siendo de los superficiales: el crecimiento económico y sus derivados, el PIB por países, neto y comparado con el global. En otras palabras: la carrera de caballos que desde hace décadas nos presentan entre la economía china y la estadounidense, al mejor estilo de la de Pepsi y Coca-Cola, la de Messi y Ronaldo o la de FAB y Ariel. No hay tal. Liderado por intelectuales y académicos, reproducido por cientos de políticos, esperanza de millones de indignados, asistimos a un debate de papel auspiciado por la sonoridad de expresiones como ‘potencia económica’. Pongo el ejemplo de una autoridad de opinión: de los videoblogs que ha estado subiendo a YouTube el escritor Fernando Vallejo, uno termina con la sentencia: “a los Estados Unidos, en cinco años, se los traga China”. Me quedo pensando, y me pregunto, ¿cómo se los traga? Claro, a China le ha ido muy bien acomodando sus más de mil trescientos millones de habitantes, a través del absolutismo en régimen de partido comunista, a la producción masiva de bienes para el mercado internacional. Además de la inagotable población, explica Giovanni Arrighi, el nivel educativo y de salubridad es casi del primer mundo, en unas condiciones del tercero. Su legislación permite la copia descarada de los productos que fabrica, dándole la oportunidad de levantar industria nacional con ideas ajenas. De esto resultan más de treinta años con crecimiento sostenido alrededor del 10%, mientras que Estados Unidos, asolado por las travesuras de sus banqueros, apenas va recuperando el 4%. Si la tendencia continúa, más que un augurio asombroso es una obviedad: el PIB de China, de unos 12 mil billones de dólares, eventualmente puede superar el de Estados Unidos, de unos 16 mil. Obtendría entonces un título que da para toda suerte de especulaciones: la principal potencia económica del mundo. Pero esa gloria es ambigua en un entorno relacionado de manera tan compleja. La expresión desafortunada de Vallejo da para pensar, por ejemplo, que en cinco años se impondrá una nueva hegemonía y que, tras la superación económica, vendrá la política, la militar, la educativa y la social, con todas las naciones del mundo adoptando a su nuevo e indiscutido rey. Nada menos, una frase de esa simpleza pretende obrar semejante magia: transformar en un lustro el mundo de la democracia y el capitalismo salvaje a la mezcla imprecisa que es el sistema chino. Me parece que los partidarios de esta línea de pensamiento olvidan varios detalles, el imperialismo no se construye en un día. Para empezar, una tajada gigante del auge chino corresponde a multinacionales norteamericanas que entre los setenta y la actualidad han trasladado allí sus centros de operación para aprovechar la mano de obra saludable, calificada y barata. Por otro lado, buena parte de la deuda externa estadounidense está en productos chinos: dispositivos electrónicos, minerales y servicios. China no se puede dar el lujo de crear una tensión política seria sin afectar los pagos de su mayor deudor y ahuyentar empresas capitales para su mercado laboral. Pero no sólo carece de dientes para el enfrentamiento económico, en una hipotética disputa por el gobierno del mundo también lleva las de perder en otros campos. Si bien el conteo del pie de fuerza del ejército chino es superior al estadounidense (porque tienen cuatro veces la población), en armamento son muy inferiores, especialmente en el terreno nuclear. El beneplácito con el que China fabrica los ICBM viene de transgresiones a tratados internacionales orquestadas por Estados Unidos, que sin rubor podría usar la excusa para declararlos enemigos de la paz mundial. Además, Estados Unidos cuenta con el nada despreciable apoyo del ejército de la OTAN y la influencia más clara en el Consejo de Seguridad de la ONU. Incluso en educación, que tras las pruebas PISA tanto se alaba en China, Estados Unidos es muy superior. No en básica, sino en la que termina siendo decisoria en la práctica, la universitaria. De la clasificación publicada hace poco por Quacquarelli Symonds, catorce de los primeros veinticinco lugares son de universidades estadounidenses, uno sólo asiático, ninguno chino. La mayoría de sus líderes, como los de otras latitudes, se gradúan de Harvard para gobernar Pekín. O en cultura, evidencia que tanto importaba a Gramsci para determinar que una nación está ejerciendo la hegemonía mundial, los patrones del mundo son norteamericanos. Se habla su idioma, se comercia con su moneda, se aceptan sus intervenciones militares. Eso, me apena revelar a los entusiastas, no cambiará porque China tenga tres billetes más en la cartera. Se me ocurre otra pregunta, ¿está China siquiera intentando cambiar la situación? Porque la idea de que entre el primero y el segundo hay una rivalidad a muerte es una tesis fracasada del realismo ofensivo, defectuosa porque aplica a las relaciones internacionales la lógica de una competencia deportiva o un concurso de primaria. Los negocios no son esquemáticos, y a menudo dejan de ser la puja intensa que describen los economistas para convertirse en acuerdos de coexistencia. Otro ranking de la misma estirpe que embelesa a más de un ilustrado es el de la revista Forbes que calcula las fortunas individuales más grandes del planeta. Allí debe tener casi una década la competencia entre Bill Gates y Carlos Slim por 'el hombre más rico del mundo'. Como cuando Mike Tyson ganó su segundo cinturón de pesos pesados, el año pasado se anunciaba con tambores que Gates “recuperaba el título” luego de un período en la retaguardia. Pregunto, ¿existe la disputa? ¿Movía un dedo alguno para perjudicar al otro? ¿Ese trono significa que Gates es el hombre más poderoso de los reseñados por Forbes? Para nada. Si a pelear fuéramos ni Slim el telefonista, ni Gates el programador, ni el sastrecillo Amancio Ortega podrían hacerle frente al cuarto de la lista, conectado hasta la médula del sistema financiero internacional, el inversionista Warren Buffett. Pero es que funciona al contrario: Slim y Gates, como China y Estados Unidos, firman acuerdos y colaboran, su fortuna y su poder no desaparecen porque aumente la del vecino. Y aunque es interesante seguirles el paso, con frecuencia los analistas quieren ver en los rankings el futuro de la humanidad, cuando en realidad son novelones con cifras, opio para intelectuales. @dquicenor
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