El relicario que contenía las gotas de sangre de Su Santidad fue hecho un objeto de adoración en los asistentes.
Crónica de la visita de la sangre de Su Santidad
Juan Pablo II el Grande regresó a Colombia. Lo hizo con el esplendor de toda una estrella mundial y la expectativa por un icono que aunque muerto sigue suscitando el ánimo de los creyentes y reafirmando la fe de algunos incrédulos. En la Catedral Primada del centro de la ciudad llegó en un relicario escoltado por todo un contingente de policías y guardias de seguridad. Antes, en el vuelo directo de Roma a Bogotá, que aterrizó sobre la madrugada del viernes, en la pequeña Capilla del Aeropuerto El Dorado el cuerpo oficial de capitanes aéreos le rindió tributo con una íntima ceremonia de bienvenida. Como si estuviese vivo y de cuerpo presente, se dispuso todo un montaje logístico para atender al Papa en su regreso a Colombia. Y así se sintió en la Plaza de Bolívar: Su Santidad estaba de nuevo entre nosotros.
La alegría se confundía con el rictus hierático que sólo la fe puede ofrecer. Fe y paciencia, pues la espera por ver a la sangre de Su Santidad se asemejó más a un concierto de los Rolling Stones o de Lady Gaga, que a la ceremonia de una esperada beatificación. Muy temprano, sobre las cuatro de la madrugada comenzaron a llegar los primeros feligreses, arropados con cuanto abrigo y capotes tuviesen a disposición, pues el frío de la madrugada en la ciudad es digno de mártires. A las seis de la mañana ya había por lo menos mil personas haciendo cola en contorno a la Plaza de Bolívar. Una familia santandereana ordenaba sin resquemores una docena de aguas aromatizadas y de “canelazos”, otros con sus rosarios y cadenas con la imagen del pequeño Jesús o de María musitaban oraciones y alabanzas en un estado de trance que se interrumpía con los llamados de atención de los jóvenes policías bachilleres. Uno de ellos, de piel oscura y estatura alta indicaba el orden y las medidas necesarias para que todo se llevase a cabo de forma sistemática y puntual. Pues ya los primeros intentos de colarse habían encendido la indignación de los feligreses que juiciosamente, como un rebaño que espera por su pastor, aguardaban con disciplinado estoicismo.
A las nueve de la mañana se abrió la puerta lateral de la Catedral Primada. El alborozo estremeció a la Plaza y un canto de júbilo despertó el ánimo de todos los presentes. –“Ahora sí voy a conocer a Juan Pablo II, cuando vino en el 86, estaba enferma y no pude verlo” me comentaba una mujer de gafas gruesas y peinado encorvado. La entrada era lenta, pues la policía había dispuesto un orden castrense para lograr que todos contempláramos la sangre de Su Santidad. --“Dos minutos por cada visitante”, gritaba entrecortado un oficial de policía por radioteléfono, (dos minutos y algo más, a ver si todos entramos). Entre tanto, a eso de las diez de la mañana, llegó un grupo de obreros prestos a desmontar el inmenso árbol navideño que hasta la noche anterior alumbró la Plaza de Bolívar. Lenta y paulatinamente iban quitando la estructura de hierro como quien desbarata un rompecabezas o un juego de lego. De pronto, el silencio se rompió con la voz altisonante que brotaba de una columna de amplificadores, se trataba de una monja joven que anunciaba el inicio del Santo Rosario, el mismo que tanto había ayudado a Juan Pablo II en su papado. La jornada implicó que varias comunidades alternasen el liderazgo de la oración radiodirigida: “los hermanos hijos de Dios” o los “hermanos de la Salle” aportaron su ayuda en la maratón de Padrenuestros y Avemarías.
Entramos sobre el mediodía al templo por nave lateral izquierda. La ansiedad se sentía en el aire, podía oír el palpito de un hombre ya entrado en años que quería llegar caminando hasta la cúpula central donde estaba encerrada y salvaguardada en una urna transparente la sangre de Su Santidad, pero un policía le advirtió que no podía ir de rodillas ya que obstaculizaba el paso de quienes venían atrás, el hombre con un gesto de indignación le respondió: “mi única autoridad es Dios, y su representante, déjeme con mi fe en paz…”. El uniformado inerme, prefirió dejar las cosas como estaban, pues la fe es cosa de cada cual. La mujer que iba detrás mío compungida por la emoción comenzó a gemir y sollozar, -“tranquila” le dije, -“ya vamos a llegar”.
--“No lloro por eso, joven, es que me parece increíble poder ver al Papa…”. Respondió.
El Papa Benedecito XVI, empeñado por beatificar a su antecesor y convertirlo apresuradamente en santo de la Iglesia
Siguió gimiendo y estalló en llanto cuando estuvimos en frente de la urna transparente, que era una Biblia abierta que rodeaba y sostenía a la copa de plata, diminuta, empotrada en un altar de madera sencillo de no más de un metro y más de altura. Eso me pareció, pues las luces de cientos de cámaras fotográficas encandelillaban y no dejaban ver plenamente el depositario de plata. Algunos sacerdotes auxiliares advertían no tomar tantas fotos, otro con voz tenue pero firme esgrimía que lo importante es la comunión del espíritu y no el recuerdo de una fotografía. No le oyeron, pues la inclemencia de las cámaras y los empujones por un buen lugar menguaron con el inusitado llanto colectivo, era imposible no sentirse parte en esta catarsis comunal, había que estar allí para sentir la cadena eléctrica que la fe puede suscitar. Y que llevó a plantearme seriamente la posibilidad de que quizás Dios sí exista y el Papa sea su pastor.
El grito de un capellán prorrumpía con escozor para que fuésemos alejándonos de la urna sagrada. “Dios es para todos, no para unos pocos” reafirmaba. Y así como llegamos fuimos saliendo, apartándonos de ese brillo diminuto y consagratorio. Después todo fue silencio y la sonrisa de la fe renovada y fortalecida hacía que la gente comenzase a hablar espontáneamente entre ellos, “te lo dije, allí estaba Juan Pablo II…”, o “sí viste lo bien que se veía…” me comentó una joven de cabello negro y piel aceitosa. Respondí con un ademán de afirmación mientras escribía unas notas para la crónica.
Salimos y afuera estaba esa inmensa fila multiforme de personas esperando por esos instantes que acabábamos de vivir. Un grupo de viejos se sentó en las escalinatas de la Catedral con la placidez en el rostro. Otros compraban almanaques y pequeñas figuras con la efigie de Su Santidad, o repartían maíz a las palomas que rompían el viento con su aleteo menguado. Caminé hacia el Museo del 20 de Julio y ví un grupo de rubios curiosos extranjeros con sus trípodes dispuestos como base de batalla para captar este acontecimiento, al frente, sobre la carrera Séptima dos jóvenes alemanas discutían fugazmente sobre todo este alboroto.
Me alejé para subir por la calle 11, tropezándome con una cola improvisada de personas perdidas que no sabían dónde esperar o ya desesperadas por lograr entrar a la Catedral Primada. Una mujer alegaba con cuadernillo en mano que venía con sus estudiantes a rezar el Santo Rosario, otra con su Biblia y una seguridad incauta vociferaba: “¡Tengamos fe, carajo! Tengamos fe de que podemos entrar”.