LOS TRES CONEJOS

Jue, 31/05/2012 - 07:06
“Son galgos te digo”/ “Digo que podencos”. Me voy a servir de una fábula de Tomás de Iriarte (Los Dos Conejos) para ilustrar el tema de hoy: el vergonzoso abuso de poder del senador
“Son galgos te digo”/ “Digo que podencos”. Me voy a servir de una fábula de Tomás de Iriarte (Los Dos Conejos) para ilustrar el tema de hoy: el vergonzoso abuso de poder del senador Merlano en el asunto de la prueba de alcoholemia que, escudándose en su dignidad de senador, rehusó hacer. Iriarte nos cuenta de un conejo que huye de unos perros (“no diré corría/volaba un conejo”), se encuentra con otro conejo amigo que sale de su madriguera y se pone a discutir con él sobre la raza de los perros que lo persiguen (“-Pero no son galgos”/ “-Pues ¿Qué son?” “-Podencos”). En medio de la discusión de si son galgos o podencos, y en vez de refugiarse en la madriguera del segundo conejo -o seguir corriendo-, llegan los perros y los atrapan (“En esta disputa”/ “llegando los perros”, /”pillan descuidados”/ “a mis dos conejos”). Antes de salir yo también a correr, por la amenaza de los perros que nos persiguen (nunca mejor dicho), déjenme que entre a terciar en la discusión de galgos y podencos en que han convertido el debate sobre la ley de conductores borrachos estos cánidos que nos gobiernan -con el perdón de mis amigos animalistas-. Todo parece orquestado para desviar la atención sobre el corazón del problema, pues ahora parece que la solución es que esa ley salga adelante sea como sea (“cero tolerancia al alcohol” sentenciaba en estos días el impostor Juan Lozano). Como si eso fuere a cambiar en algo el problema verdadero. Con respecto a la ley, debo decir que no termina de gustarme. Creyendo que la fiebre está en las sábanas, ahora queremos ser, como dicen, más papistas que el papa. Ni siquiera en sociedades que nos llevan años luz de distancia en este aspecto, como la estadounidense, las cosas llegan hasta ese límite ridículo. Familiarizados como estamos con películas hollywoodenses, series de TV gringas y realities de policías americanos, sabemos que hay un límite de alcohol permitido para conducir, superado el cual la persona queda inhabilitada para hacerlo. Aquí no. Aquí, donde no estamos ni cerca de evitar que la gente maneje borracha, pretendemos llegar al cero por ciento de porcentaje de alcohol en la sangre. Estúpido. Por otro lado no es justo que, aparte del perjuicio a algunos establecimientos, muchas personas se priven del placer inofensivo de tomarse una copa de vino con el almuerzo. Algo que, según expertos mundiales en la materia, y como lo sabemos todos los que lo hemos hecho alguna vez, no representa ningún peligro. Lo que hará la absurda ley –igual que todas las leyes absurdas- será que nadie la tome en serio; y que se preste, en cambio, para llenar los bolsillos de los agentes encargados de controlarla. Porque tal vez ese sea el problema: los agentes encargados de controlar esa y muchas otras leyes. Es decir, no ellos como tal, sino las condiciones en las que tienen que cumplir sus funciones. Para empezar tenemos los salarios; un agente de policía en Miami gana varias veces el salario de uno de nuestros patrulleros. Y su trabajo es admirado. Lo anterior hace que ese agente gringo lo piense dos veces antes de arriesgar su puesto, prestigioso y bien remunerado, a cambio de un soborno circunstancial, a diferencia de nuestra situación local en la que el policía raso es visto como un ciudadano de segunda categoría. Y está lo de la autoridad. Lo hemos visto miles de veces: si alguien que es detenido por la policía de Miami comete la altanería de gritarle y señalar con el dedo a un representante de la ley, como lo hizo el sinvergüenza del senador de marras cuando sugirieron que había consumido alcohol (“¿A usted le consta?”), inmediatamente será, por muy senador que sea, derribado, inmovilizado y arrestado. Aquí no. Aquí todo el mundo mete miedo (“no saben quién soy yo”, “voy a anotar sus placas”). Es una cuestión atávica. Yo, que desde hace años estoy consciente de que alcohol y gasolina no se deben mezclar (y por lo tanto dejé la gasolina), a veces me vi en aprietos con la policía porque mi pase estaba vencido, y no porque, como era evidente en ese momento, no debía manejar por mi nivel de alcohol en la sangre. Los agentes de turno se aferraban a lo incontrovertible (la fecha de vencimiento) para poder sacar unos pesos que les ayudaran con sus exiguos ingresos. En otras ocasiones, persiguiendo lo mismo, se agazapaban en una calle que cambiaba abruptamente de sentido y cuya total ausencia de señales, que así lo indicaran, la convertían en trampa infalible para conductores no dotados con memoria de elefante; en el momento de la detención venían, claro, los gritos, los insultos, los tú no sabes quién soy yo, los voy a anotar tu placa; vejámenes que los agentes, sabiéndose culpables de felonía en su fuero interno, aguantaban con estoicismo digno de mejor causa. Pero me dirán ustedes que los senadores colombianos -que ganan bien, que son miembros respetables de la sociedad (en teoría)- hacen también mal su trabajo, se saltan las leyes y los tienen sin cuidado las consideraciones éticas. Lo que, además de ser cierto, probablemente ocurra porque el problema tampoco sea el que mencioné antes: el de las condiciones en que se encuentran los servidores públicos. Ni mucho menos la dureza o severidad de una ley: ¿Cuál hubiese sido la diferencia si la ley, en vez de contemplar casa por cárcel al conductor borracho, estipulara la muerte del infractor en la horca? Ninguna: el senador habría llamado a su amigo el general y asunto arreglado. El problema real parece ser el que advirtió tantas veces, con su habitual lucidez, Álvaro Gómez Hurtado: que la ley no se cumple. La solución, pues, no estaría en hacer más y más leyes (estamos enfermos, somos obsesivo-compulsivos, somos acumuladores de leyes y leyes que no sirven para nada; leyes que esperamos usar algún día, leyes arrumadas que nadie cumple) sino, como decía Álvaro, en cumplir y hacer cumplir las que ya hay. En la fábula de Iriarte hay dos conejos. En nuestra tragicomedia hay tres: los tres conejos que los perros que nos gobiernan le quieren poner a la ley y a la ética. Tres conejos en lugar de tres renuncias que deberían estar sobre la mesa; tres renuncias que serían los actos que, realmente, podrían salvarnos de ser devorados por los depredadores de siempre, en vez de insistir en la tontería estéril de discutir si la ley debería ser así o asá: se necesita que los servidores públicos sepan que sus bellaquerías no quedarán impunes, a ver si por fin cambiamos esta cultura tramposa que nos asfixia. En primer lugar está el conejo del general, cuya renuncia -como perspicazmente lo anotaba el jueves en su columna de El Heraldo Alonso Sánchez Baute- no ha sido aceptada. Quizás –siguiendo a Sánchez Baute- estén esperando a que se calme el temporal y todo se olvide. Después está el conejo de Juan Lozano, el presidente del partido del senador, quien, fiel a su fórmula de mostrarse indignado con asuntos que le atañen a él mismo, evita enfrentar un escándalo más que se suma a la ya larga lista de escándalos de su partido. Un tipo que no es capaz de detener la invasión de hampones a su colectividad -que no hacen otra cosa que perjudicar al país- debería, por simple ética, renunciar, y no indignarse con fantasmagóricos culpables. Y en tercer término el enorme conejo, la liebre antediluviana, del senador Merlano. Su argumento de que los policías, por ser él portador de una credencial de senador, no podían faltarle “ese” respeto (solicitarle su permiso de conducir) es francamente repugnante e intolerable. Y qué decir del argumento de que “cincuenta mil petsonas” lo eligieron; de que cincuenta mil personas quieren que él esté ahí en el congreso y lo avalan para que haga con la ley lo que le dé la gana. Pues déjanos decirte maldito mequetrefe que por otro lado somos cuarenta y cuatro millones novecientas cincuenta mil personas las que no queremos que te pases por la galleta la constitución. Las mismas que queremos que te largues del congreso con tu vocecita de imbécil a bravuconear a otra parte. “Son galgos te digo”/ “Digo que podencos”. No son galgos ni podencos; son servidores públicos colombianos corruptos. Y eso es peor.   @samrosacruz
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