La belleza de una conversación no reside en su contenido, va más allá de la compresión, que puede incluso no darse, sin que ello sea un drama. Siempre es una búsqueda desesperada, un sueño de menesteroso.
Hay que mantenerse en la superficie de las palabras, en sus giros expresivos, en las modulaciones de la voz, en la magia de la luz modulando el rostro o las manos de quien se expresa. Hay que ser un gitano de la palabra, un creador de efectos especiales, porque en definitiva, en esa dulce superficialidad se contiene toda la magia y el encanto.
Es un entendimiento que no nace de un pulso sino de un latido, vehículo verdadero de su valor como mágica compañía. Melodía por encima de diálogos, tan valiosa y tan difícil de sintonizar entre tantas voces, gritos y espectáculo, sobre todo espectáculo.
Una conversación es una vida y cuando muere, mueres un poco con ella, te desvaneces entre sus palabras y sus silencios deseando en secreto que tu voz aún resuene en algún eco inolvidado para no enmudecer del todo.
Y entonces tu garganta se hace piedra y tus ojos cristal, la lengua a veces ayuda, otras entorpece, pero es ahí en donde se da lugar a nuevos códigos, lenguajes no clasificados, quizás aún sin descubrir, que hacen que en ocasiones nos comuniquemos a pesar de no mediar palabras.
De pronto te ves a ti mismo viviendo cosas que nunca viviste, mientras se clava en ti la idea de que tus recuerdos son los recuerdos de otro, los recuerdos de una desconocido que usurpó tu esencia y envenenó el curso de tu existencia con el devenir de los años.
De repente regresas a la conversación, reflexionas en medio del silencio de dos almas perdidas mientras tomas un vermú en tu terraza, miras el cielo plomizo que anuncia en pocas horas el amanecer y escuchas la música de la lluvia que se transforma con el west coast jazz de Chet Baker. Si no pudiste sentir el sortilegio de esos pequeños instantes de perfección, quizás no te encuentras con vida.
Eso pienso.
@David_Aramendiz
