Nos asfixiamos con parsimonia, mirándonos como enemigos, dando vueltas por la habitación imitando a perros contagiados de rabia. Ella se limita a castrarme los sueños guardando silencio, analizando cada movimiento apenas saco la máquina de escribir del estuche rojo. Sabe que pienso en Matilde, que tecleo evocando su olor, maldiciendo lo que pudo ser y no fue, eso la ofende. No hace nada salvo observar. “Nadie te obliga a estar conmigo y me obligo a estar a tu lado”, quiero decirle. Desafortunadamente, la fuerza de voluntad es una quimera que sólo es tácita cuando grito barbaridades en las cantinas antes de perder el conocimiento sobre la mesa.
De eso se trata la acción de padecer por alguien, morirse de a poco y mal, sufrir un momento para cruzar a la nada sin algo que pese en la conciencia. No me soporta porque en el fondo sabe que soy su única opción, huele nuestro conformismo. No me malentiendan, ni juzguen mis palabras como las de un tirano. La quiero, su esencia es la fracción de brío que emociona un aguacero, pero nunca será perpetuidad o certezas. Ha estado junto a mí en tiempos de plenitud y sublevación; pese a cualquier razonamiento no despega su carnalidad de mis cenizas, eso habla bien de ella, está loca, tanto o más que yo. Nos acostumbramos a vivir llenos de malos recuerdos que taladran el alma con maestría, evocamos con facilidad asesina pasados que nos involucran al final. El sustento de este escenario ridículo lo dieron otros hace mucho, lo nuestro es cierre, luto, esa es la pena que imponen los dioses cuando se es arrogante.
-¿Quién cantará canciones de amigo el día de mi funeral?- dice para nadie, evocando a Moraes, el poeta de nuestra quema y no me siento nadie para interrumpirla. Sus ojos rojos denuncian el sufrimiento que provoco y ella compra terca.
-¿Alguna vez diremos las cosas como las sentimos?
-A lo mejor hemos dicho más en silencio que desgastándonos con frasecitas hechas. Inventando basura nadie nos gana, adorado compañero.
Tiene razón. Como siempre soy un párvulo que reta a Platón usando dialéctica elemental y pierde a placer. Va hasta la despensa y comienza a preparar la cena. No me mira. Aferrado a la costumbre, intuyo su atención pegada a una hoja que permanece limpia entre el rodillo de la máquina, me tortura, muerde con diminutos colmillos mi nuca. Sabe que por lo menos hoy no voy a lograr escribir nada para Matilde. Me desespero, busco en la biblioteca el libro de nuestro respetado escribidor, comienzo a hojear los versos que ella conoce de memoria. Llego a la página maldita, cambio las letras de lugar para no obtener tan rápido el mismo desenlace. La veo reír, momentos después, su mirada llena de luz perfora la película que cubre mis intestinos. Por un instante vuelvo a sentir que es el centro de un universo que construimos mal y es perfecto en ese estado.
-Convéncete, el amor es para siempre mientras dura. Lo chistoso del cuento es que sabes y niegas lo evidente como el peor de los fanáticos. Deja de escribir sobre ella, hombre. A esta hora está con alguien que no conoces tratando de vivir y tú acá haciendo todo lo posible por morir y matarme de paso.
La ira se apodera de la niebla que envuelve mi cabeza. Tiro cosas contra su humanidad tratando de herirla; no llego a materializar la aspiración. Se burla descarada, entré como un novato al juego que inventó y obtuvo el máximo premio a su apuesta mínima viéndome perder el control. Una luz engendrada en el odio carboniza el interior de mi locura. Me acerco lo suficiente para que vea cómo arranco cada página del libro y las vuelvo partículas insignificantes que maculan la alfombra al caer. Ruborizada, blandiendo un cuchillo con la mano derecha, toma carrera y queda frente a mí amenazante. Sus ojos llenos de duda me indican que no lanzará la estocada. Incólume, experimento su aliento llenando de humedad cálida el contorno de mi oreja, me escupe sílaba por sílaba la toxicidad que ya no desea resguardar su corazón:
-Cuando estés viejo, solo, y Matilde haya desaparecido primero que tú, entenderás que tu peor pecado fue no asumir que el futuro es una medida injusta cuando uno mismo se califica.
Minutos después fornicamos desaforados. La sangre fluye por los conductos del cuerpo, todo es claridad, intimidad deliciosa, deseos hechos de humo. Amo a esta mujer como nunca, como siempre, como lo merece, un instante de iluminación cubre mi espíritu avejentado. Le pido que no se levante, que aguante un poco más la sed, que no me deje náufrago en medio del horror del desierto cuando lo que necesito es un abrazo. No hace caso. Vuelvo a encarnar y la sensación de orfandad amenaza mis instintos. "Porqué te vas cuando necesito que estés tú y no Matilde junto a mí, maldita sea", pienso decepcionado y mudo en una cama muy grande. La luz de la nevera abierta me regresa al punto ciego donde nací. “La muerte es esta sensación de vacío en el pecho”, digo en voz baja.
Acaba por quedarse dormida. Mañana será otro día y mi único propósito es cumplir el juramento que hice esta noche mientras hacíamos el amor: ir a comprar una copia del libro de Moraes y resaltar las líneas que nos identifican como pasajeros de un tren que se descarrila. Cierro los ojos. Su frase preferida, la que utiliza para herirme la espalda, oscila como un péndulo de extremo a extremo de mis meninges: “el amor es para siempre…”. Cuánta razón que no quiero entender albergan esas siete palabras zurcidas con hilos mágicos. Logro que todo se borre de mi cabeza. Sobre el telón en blanco que es este cuarto de mierda, aparecen el rostro de Matilde y la línea inicial de la novela que empiezo a inventar por enésima vez para inmortalizarla.
MUERTE LENTA
Mar, 26/11/2013 - 10:15
Nos asfixiamos con parsimonia, mirándonos como enemigos, dando vueltas por la habitación imitando a perros contagiados de rabia. Ella se limita a castrarme los sueños guardando silencio, analizand