Desde el primer día en que decidí subirme en unos tacones a un escenario usando esta rubia cabellera sintética no he vuelto a interpretar personajes masculinos; en primer lugar porque me veo horrorosa fingiendo ser hombre, en segundo lugar porque prefiero una fina minifalda a unos ordinarios pantalones, y en tercer lugar porque simplemente no me apetece.
Pero si hablamos de surreales cambios de sexo, recuerdo que hace dos años estuve a punto de cometer la demencia de “volverme hombre” sobre un escenario. En una obra teatro de la cual no quiero acordarme, a alguien le surgió la grandiosa idea de vestir a esta exuberante rubia hipermaquillada como un simple y malacaroso guardaespaldas. Ante mi total negativa me manifestaron lo siguiente: ¿no te parece que te estas encasillando? Faltaba más, ¡ahora resulta que ser que ser transformista significa encasillarse!
Ser transformista en el mundo del teatro en Bogotá implica dos cosas: morirse de hambre y que te subestimen por usar tacones, vestidos y pelucas. Por un lado, no conozco a la primera drag queen y/o transformista que haya participado como actriz regular de algún proyecto o grupo teatral, y que además haya realizado más de dos montajes como transformista como para poder solventar un sueldo decente y sobre todo, constante; muy aparte de lo que puedas ganarte en el circuito de bares para homosexuales donde “chicas” de mi talante adornamos glamorosamente la rumba nocturna. Sin embargo, es común ver una leve sonrisa, una altiva mirada o un meneo de cabeza en algunos veteranos rostros que habitan la escena teatral local cuando les cuentas que te dedicas a interpretar personajes femeninos muy estilizados para hacer un show en un escenario nocturno. Divas de tacón y peluca a quienes nadie toma en serio.
No sé hasta qué punto sea motivo de orgullo poder decir abiertamente que artistas como yo, que nos servimos de una imagen icónica e idealizada de la feminidad para explotarla artísticamente en un show, seamos de las pocas profesiones artísticas que aún permanecen en el anonimato del underground (al menos en Colombia), sin mayor apoyo y reconocimiento social que el que nos puede brindar la erróneamente llamada comunidad LGBT y alguna que otra mujer trans que aparece fortuitamente en los realities de la tv colombiana.
Sin embargo, es común ver periódicamente el interés de uno u otro medio de comunicación por hacer una nota sobre ese “misterioso mundo” de los hombres que se visten de mujer en las noches de rumba para hacer shows imitando a las divas del momento; eso sin contar con el peregrinaje anual de estudiantes universitarios ansiosos de anotarse un cinco a costillas de una transformista, a quien le piden el favor de transformarse gratis para un trabajo académico, y que de paso les haga un show de demostración para quedar titinos con el profesor. ¿Y una que recibe a cambio? Las gracias.
No es un secreto que nuestro oficio es mal pago, que con frecuencia somos objeto de chistes, burlas e indecentes proposiciones. Para muchos solo somos lindos floreros para adornar lugares de dudosa reputación, nos llaman locas trepadas y hasta creen que somos prepago. Tal vez seamos artistas del fetiche, las especulaciones con respecto a nosotras vienen y van, pero solo nosotras mismas sabemos quiénes somos: manifestaciones artísticas de una identidad transgenero que posee diferentes niveles según la intensidad de tu sentir interno, creadoras de espectáculos desde la fineza de un arte femenino que al igual que el teatro tiene la capacidad de aguantarlo todo.
¿No te parece que te estas encasillando?
Mar, 30/07/2013 - 03:09
Desde el primer día en que decidí subirme en unos tacones a un escenario usando esta rubia cabellera sintética no he vuelto a interpretar personajes masculinos; en primer lugar porque me veo horror