
En mi época de estudiante de Lingüística de la Universidad Nacional, entre clase y clase, quedaba un lapso de esos que la jerga universitaria colombiana llama “huecos”; huecos que parecen abismos cuando son cercanos al medio día y, por lo menos a mí, que guardaba las costumbres caribeñas, me invitaba a la siesta.
Estaban también aquellos huecos más reposados, casi llegando el final de la tarde, en los que solía buscar un libro en la sección de literatura de la biblioteca central. Casi como juego entre el destino y el azar, en esa búsqueda me encontré con Anna Ajmátova; me impresionó tanto su poesía que llamé a un amigo, gran poeta y editor colombiano; quería mostrarle lo que para mí era un descubrimiento en todos los sentidos; días más tarde nos sentamos en un café, me contó la historia de Ajmátova, y me recomendó escucharla en su idioma nativo. Así inició mi contacto con esa poesía rusa que estuvo oculta tantos años en la época en que Rusia no era Rusia sino la Unión Soviética.
No sólo la escuché en ruso, para apreciar su fuerza, su cadencia y su lirismo, sino que leí la excelente biografía que hace Elaine Feinstein de Ajmátova, la cual me acercó a otros poetas que compartían con ella la tragedia de las transiciones de las guerras y de un régimen de terror. Ella misma, rodeada de tragedia: el poeta Gumiliov, quien fue su marido, fusilado; su hijo, León, llevado a un campo de trabajo. Su poema más célebre, Requiem, lo introduce la propia Anna con la historia de una mujer que en las puertas de la cárcel de Leningrado le pregunta si puede escribir sobre eso que estaban viviendo, que lo abarcaba todo: la vida, la muerte, la crueldad, el dolor, la resistencia, la desgracia, en suma, la tragedia de lo humano. Y lo escribió; y la llaman Anna de todas las Rusias.
Puede pasar que un libro llegue a hacer semejante conquista en el espíritu y no quede más que seguir navegando en otras tierras y otras profundidades del alma. En aquel entonces, aparte de Pasternak, Mandelstham, Marina Tsvetaieva, no encontré más traducciones de poesía rusa contemporánea de Ajmátova, ni posterior a ella. Pero hace un año, de nuevo por azar o destino, conocí a una joven poeta mexicana con quien hoy me vuelvo a encontrar y, para mi fortuna, me regala un libro de reciente aparición, en el que hizo una selección y traducción de poetas rusos nacidos entre 1944 y 1996, un período que abarca desde la guerra fría, un poco antes de la muerte de Ajmátova, hasta el día de hoy.
El libro de la poeta y traductora Indira Diaz es “Puente y precipicio. Ultima poesía rusa”, publicado por Círculo de Poesía. Algunas de las voces poéticas que recoge Indira en su atinada selección, las de los más veteranos, pudieron sobrevivir gracias a manuscritos celosamente guardados por sus autores, que vivieron la zozobra de la persecución a las ideas que no estuvieran acordes a los dictados del Politburó, y lograron circular en copias clandestinas; otros de los poetas de la selección vivieron su infancia durante los últimos años del régimen soviético y han producido sus escritos bajo el nuevo ordenamiento de economía de mercado; y los más nuevos, nacidos después de 1991, el año de la disolución de la URSS, escriben con menos ataduras, aunque transmiten también, con otras razones y con otras visiones, el mismo espíritu rebelde que tuvieron sus predecesores.
Esta selección empieza con un poema de Sergey Stratanovsky, nacido en 1944, en el que ya se vislumbra el contraste entre la estética de esta nueva poesía y la anterior; tal contraste empieza a ser más fuerte a medida que se avanza leyendo a los otros poetas, pero también se va descubriendo, desde la cotidianidad, todo el peso de las contradicciones presentes en la sociedad rusa actual, como sucede en la poesía de Galina Rymbu, quien desafía las tradiciones religiosas, los rezagos ideológicos y las secuelas moralistas al defender abiertamente el amor homosexual y erigirse en símbolo de la rebeldía de una comunidad discriminada por razones de género.
Este libro es un viaje a Rusia, un viaje por diversas regiones, pero también un viaje a través de la memoria, un viaje a través de los ojos de cincuenta poetas, de cómo ven ellos el mundo, porque como dice la poeta Olga Sedakova “…lo que a todos nos cubre es aquello que no tiene refugio”.
En este libro la poesía va contando lo que tiene que contar, también va mostrando el alma, el alma de un pueblo, en una nación que sigue teniendo lugar preponderante en la historia de la humanidad.