Se acerca el día de las brujas y más de uno comienza a correr con los preparativos de la fiesta: disfraces, maquillaje, dulces, gomas, chocolates, calabazas y triqui triqui son algunas de las palabras más escuchadas por estas datas.
Todos cumplimos un ciclo artístico, en materia de disfraces, que es imposible negar: algún año fui conejo; después lobo; león; vaquero; Darth Vader; vampiro y cartonero. Cuando llegó la adolescencia, la máscara fue mi acompañante en los largos recorridos por las calles de Américas Occidental y Mandalay, en Bogotá, pidiendo dulces a través de un tradicional canto.
Con ansias de monopolizar, preparaba la jornada nocturna de recolección; hacía tareas temprano; alistaba un par de tenis, para soportar la caminada; y arrancaba en busca del botín dulce que siempre tuvo como elemento principal una chupeta tradicional colombiana que, en mi concepto, es la más rica de todo el mundo mundial: el Bon Bon Bum.
Lista la calabaza; lista la máscara; listo el recorrido. Desde las siete de la noche hasta las 11 p. m. caminé, con cuerdas vocales afinadas y consigna sindicalista que me permitió disfrutar de montones de caramelos y del premio mayor. ¿Pero, por qué la considero el premio mayor?
Me explico:
Esa colombina tiene forma ‘amicrofonada’; en su interior contiene un chicle con sabor a fresa (a mí, por lo menos, siempre me ha sabido a fresa), rodeado por una sólida capa de caramelo color carmesí. En la mente de muchos (me incluyo), está catalogada como un reto de persistencia que consiste en solo saborearla y no morderla, para llegar a la goma.
Cuando mis padres incluyeron el ‘Halloween’ y el ‘mecato’ en la canasta familiar mensual, dos productos comenzaron a desordenar mi dieta y me facilitaron sendas jornadas de chancleta, por hacer berrinche al solicitarlos insistentemente: el tarro gigantesco de Milo y las bolsas de Bon Bon Bum. Sin saberlo, estuve en riesgo de un coma diabético fortalecido con paletas de agua, sabor a uva, y una merienda integrada por un paquete grande de Chitos y una Coca Cola. No recuerdo cuál fue su precio, al menudeo. Pero cuando logré la bolsa solo para mí, ya tenía título universitario.
Me parece estar escuchando a mi mamá expresando, a grito herido, cada 31 de octubre: ‘deje de comer tanto dulce que se le van a caer los dientes’. Y efectivamente se me cayeron, pero corrí con suerte porque los que perdí fueron los de leche.
Confieso que no solo, en la fiesta de los niños, la chupeta fue importante. La utilicé en varias estrategias de conquista. Sirvió para romper el hielo; para sorprender a quien no paraba bolas; o como primer paso de lo que, en un futuro a corto plazo, sería una relación amorosa o tormentosa. Y reconozco que, en infinitas ocasiones, le fui infiel y preferí otro tipo de manjares.
Bien lo dicen las abuelas: ‘uno no sabe lo que tiene, hasta que lo pierde’. Y si no pregúntenles a las personas que, fuera del país, anhelan con potencia las notas del himno nacional; el ajiaco; la bandeja paisa, el queso con bocadillo; las uvas con chocolate, empaquetadas en caja amarilla y con figurita de racimo; el jugo de lulo o el de maracuyá, sin que sepa a fruta congelada; el merengón; comprar mentas al por menor; lamer la tapa de aluminio del arequipe y comerse el Bon Bon Bum, mordiéndolo o esperando a que su coraza escarlata se desintegre.
Pues para hacerle un cumplido, y como antesala a la celebración en la que más dolores de estómago son reportados, decidí comprar una colombina y hacer un análisis de sensaciones, después de haberla consumido. El ritual, sin máscara, comenzó: halar el extremo de la cobertura; girar la mano hábilmente para desenvolverla y, sin piedad y a toda máquina, mandar la paleta a la boca para dejar que la imaginación hiciera el resto.
La meta fue, como en la infancia, chupar el Bon Bon Bum el mayor tiempo posible. Mi mente me obligaba a morderla. El ángel de la paciencia me decía: ¡no!, sólo disfrútela. Después de 10 minutos de saborearla, le di el primer mordisco. Casi me parto un diente. Tres más fueron suficientes para la estocada final. El chicle me permitió hacer bombas durante 10 minutos.
Caminando y pensando en la experiencia, descubrí nuevamente que el caramelo tiene un monstruo dormido; uno que ha acabado con la dentadura de muchos, al mejor estilo de una tapa de esfero, y que, en mi concepto, es el segundo placer de este goce: morder el palo de la colombina.
Al que no se haya partido o fregado un diente, en esta práctica, que le devuelvan la plata. Cuando el sabor del chicle se desvanece, el plástico suple la ausencia y divierte, por lo menos, durante 30 minutos más.
A su manera, la escritora bogotana Ingrid Rojas Contreras, autora de la novela ‘La Fruta del Borrachero’ decidió hacerle un homenaje al Bon Bon Bum. ‘La vida íntima de las golosinas’ cuenta el trasegar del dulce, su elaboración, el sitio en el que es producido y su final feliz. Tan importantes son los dulces para la alegría de los niños, que The New York Times le abrió espacio a la distinción en la que cuenta su experiencia y sus vivencias con la colombina.
Si se quieren antojar, les sugiero que lean el texto. Está acompañado por unas maravillosas fotos tomadas por Christopher Payne, especializado en fotografía de arquitectura y en la documentación de gran formato, del patrimonio industrial de Estados Unidos. Este es el link: https://www.nytimes.com/es/interactive/dulces-colombia-bon-bon-bum/ .
Les dejo un dato: actualmente un Bon Bon Bum, en Colombia, cuesta 500 pesos; y la bolsa vale $7500. En Estados Unidos, por Amazon, el paquete está en US$ 4,29. Y no sé si los encuentren por unidad, en otro país.
Solo queda disfrutar el Halloween y rogar para que los ‘retorcijones de panza’, por exceso de dulce, no aparezcan...
@HernanLopezAya
¡Que viva el Bon Bon Bum!
Mié, 31/10/2018 - 07:29
Se acerca el día de las brujas y más de uno comienza a correr con los preparativos de la fiesta: disfraces, maquillaje, dulces, gomas, chocolates, calabazas y triqui triqui son algunas de las palabr