
Cuando uno está leyendo “Guerra y paz” se siente en guerra. Es engullido por el libro y siente la posibilidad de la muerte. El olor a pólvora, el sonido de las balas de cañón cayendo por doquier. Se llena de clichés y se asusta con el sonido del exosto de un carro o moto. Se asusta cuando un niño estalla un globo de plástico en su fiesta de cumpleaños y siente que el mundo está por acabar. Por segundos uno se cree en un país en guerra latente, con ovaciones patrióticas, con nacionalismos a flor de piel, con una que otra paz de mentira y de nuevo la guerra que nunca para. Hay que ver, sin embargo, los periódicos del día en Colombia para darse cuenta de que no estamos en una realidad muy diferente. Colombia está en guerra y con una paz entre paréntesis.
“Guerra y paz” es un monstruo de más de mil paginas que no por nada está en el canon de la literatura occidental. Narra los estragos de dos familias aristócratas en la Rusia de las invasiones napoleónicas (1805-1812). Una novela “histórica” que como toda novela “histórica” corre el riesgo de perderse en la Historia misma, de ser simplemente el anecdotario de viejos veteranos o un libro de Historia narrado con entretención. Pero Tolstoi da clases de qué es literatura y de que por más Historia haya de por medio lo que importa es la literatura misma. Es decir, la Historia como telón de fondo pero nunca como el objetivo principal. En cambio, están la diversidad de personajes tremendamente manejados, siendo manipulados por la circunstancias y marcados por la guerra y sus estragos. Los personajes ante todo, sus tragedias y sus cambios internos.
Uno de los mejores momentos de la novela ocurre al final, cuando Napoleón por fin llega a Moscú, combate por días a las afueras de la ciudad y se la toma con esos ojos del niño que come el dulce que ha querido por días. Los soldados rusos se confunden con los ciudadanos que huyen despavoridos, pero en su conciencia nacionalista no están dispuestos a entregarle su ciudad, su capital, al que llaman Anticristo. Convencidos, luego de poner sus pertenencias en carretas, queman sus casas. Primero muerto a recibir en la sala de estar a esos hijueputas franceses, dicen entre apuros. Y la ciudad se va convirtiendo en cenizas. Sin saberlo, ese acto los salva, pues la ocupación dura poco más de un mes, con las tropas francesas cansadas, sin suministros y con Rusia en llamas. Los hacen comer carne de caballo, como dice su comandante en jefe. Al final tienen que huir para su casa, marcando el fin del imperio de Napoleón.
Al leer el incendio de Moscú no dejé de ponerme en su posición y me pregunté si haría lo mismo. ¿Quemaría mi casa con Napoleón y sus tropas a metros de ella? Luego pensé que no había que ponerse necesariamente en esa posición tan histórica y aparentemente lejana. Colombia está en guerra, sí. ¿Sería capaz de quemar mi casa si la guerra llegara hasta la capital? ¿Sería capaz en caso de invasión guerrillera, invasión paramilitar, invasión chavista? ¿Tendría el coraje o me apabullaría? Duro, pero así es que se crea conciencia nacional. Así es que se construye nación y así es que el pasado nos va uniendo. El sufrimiento de la guerra y no el sufrimiento pausado y por regiones. No el sufrimiento de unos sí y otros no con ricos felices y una clase media banal y orgullosa. Gente que sólo se queja por no poder salir a la costa en carro, pero que nunca se han puesto ante tales dilemas. En si quemarían o no sus casas al tener al enemigo al frente de las narices, o si simplemente cambiarían la dirección de sus adulaciones. País joven y digno de sufrimiento, país sin héroes y sin épicas. País maldito.