… …soy un deportado

Mié, 27/11/2013 - 02:45
A mí Chávez me caía muy bien, especialmente cuando se reía y cuando se le enranchaba a Bush. Recuerden que en mi novela develo la verdad respecto de la genealogía de aquel oscuro personaje histó
A mí Chávez me caía muy bien, especialmente cuando se reía y cuando se le enranchaba a Bush. Recuerden que en mi novela develo la verdad respecto de la genealogía de aquel oscuro personaje histórico, cuando afirmo que "George W. Bush es hijo de una burra que lo parió por el culo".  Entonces: ¿cómo no me iba a caer bien aquel valiente venezolano que en pleno auditorio internacional trató a ese texano asesino de demonio con olor a azufre? El carisma del pueblo venezolano sigue intacto a pesar de sus problemas: prefiero una rumba en Caracas que en Las Vegas. La provincia venezolana palpita y le sonríe al turista desde el fondo de su corazón. Su comida nos toca el alma, especialmente la carne, el pescado y esas arepas que cuando las rellenan parecen hechas con pequeños trozos de un territorio que destila amor. Los venezolanos son grandes. Es un país en el que uno puede relajarse y estirar las piernas como si estuviera en la sala de su casa. Todo esto lo digo para que queden advertidos de que aquí no les habla uno de esos que destila dardos en contra de un Gobierno, que para mí tiene todo el derecho a que lo dejen gobernar. Es precisamente por eso que me siento en la obligación de llamar la atención del Estado venezolano y de nuestro embajador, respecto de lo que me sucedió al llegar a este hermano país al que seguiré siendo fiel devoto. Un amigo, presidente de un colectivo de abogados penalistas de Caracas, me invitó a que lo acompañara a la reunión de Mercosur que se iba a realizar en Isla Margarita. Como andaba desparchado, le cogí la caña y decidí pegármele de sapo. Compré un pasaje de ida y vuelta, reservé por una noche una habitación en el hotel donde siempre me quedo. Al otro día salía para Isla Margarita con mi amigo y su señora. Me embarqué el miércoles 6 de noviembre, a eso de las 9 y media de la noche en el vuelo CM 648 de Copa Airlines con destino a la ciudad de Caracas. Durante el vuelo me acordé de que no había mandado a activar el servicio de roaming internacional que me permitiría hacer llamadas y recibirlas estando allá. Igual, me dije, voy a estar solo dos días y además me evito la calentura que me dio la vez pasada al recibir la factura del celular, de la que salió la mano de un atracador con un cuchillo. Llegué a Caracas dos horas después (pasadas las 11 de la noche), habiendo estado en pie desde las 7:00 de la mañana de ese mismo día. Caminé por el pasillo que desemboca en la hilera de oruga atestada de visitantes en espera de que les revisen sus documentos y les hagan las preguntas de rigor en los cubículos de vidrio, donde atienden los funcionarios de inmigración venezolana. Me tocó una muchacha morena de pelo negro, que de entrada me saludó con cara de malas pulgas: –Buenas noches, ¿qué viene a hacer?–. –Vengo de turismo–, le dije pensando que era un tanto pretencioso explicarle que iba de chismoso a la Cumbre. – ¿Y su pasaje de vuelta?–. –Lo tengo aquí en el celular. El problema es que no tengo batería–. Los últimos alientos del aparato se me habían ido cuando me despedía de mi papá. No sé bien por qué, pero tengo la costumbre de llamarlo cada vez que estoy dentro de un avión, que se dispone a trastearme por los aires. En ese momento los ojos de la morena se detuvieron en mis pupilas por unos segundos, durante los cuales pude descifrar en su rostro una tenebrosa expresión de sarcasmo, que concluyó con una débil sonrisa triunfalista. –Venga–, me alcanzó a decir antes de salir de su cubículo, rumbo a una oficina a la que entré tan cansado como aburrido, pensando en que como sí tenía mi pasaje de regreso, el asunto se resolvería con una toma donde pudiera conectar el cargador de mi celular. –No tiene pasaje de regreso–, le dijo la joven a una señora de gafas con cara gris. – Eso no es cierto. Sí lo tengo. Lo que pasa es que lo tengo aquí–, dije mostrando el celular – y no tiene batería–, añadí. –Eso no me sirve, tiene que estar impreso–, me dijo la doña. –Si me presta una impresora se lo imprimo–, respondí. –Yo no le voy a prestar una impresora–, contestó. En ese momento mis ojos se cruzaron con una toma que había en la pared de la oficina. Suspiré. Conecté el cargador que tenía en las manos y el celular empezó a recibir respiración boca a boca. Después de conectarlo, sin ser agresivo, lancé una cándida pregunta al aire, sin entender bien su trascendencia: – ¿Dígame señora… y qué norma me obliga a tener el pasaje impreso? ¿Qué ley dice que no sirve tenerlo en un medio electrónico? Con solo ver su mirada supe que la había cagado al mencionarle palabras con contenido jurídico. La combustión roja que le coloreaba los cachetes, me decía que de esta no iba a salir tan fácil como pensaba. –Aquí su ley soy yo. Yo soy la inmigración venezolana y se devuelve a Bogotá. No puede entrar a Venezuela–, afirmó enfática y radicalmente. En ese momento supe que todo el derecho constitucional que me enseñó mi profesor, el doctor Julio César Ortiz en la universidad, se lo había tragado un hoyo negro existente en esa oficina donde los postulados legales eran creados y manipulados por una funcionaria que se sentía dueña de una especie de poder sobrenatural. Sentí algo que no había sentido nunca: miedo de la institucionalidad. O mejor, miedo de un funcionario que se siente dueño de ella. – ¿Me va a devolver por no tener el pasaje impreso?–, le dije suavecito y amedrentado, pero muy convencido de que estaban cometiendo conmigo una arbitrariedad, pues llevo media vida patoneando medio mundo sin un puto pasaje impreso. –Se va para Colombia lo imprime y vuelve–, me dijo atravesando los lentes con mirada gélida, antes de ordenarle a un muchacho moreno, que redactara un acta y siguiera el procedimiento. Ella salió de la oficina no sin despedirse con una actitud que me decía muy despacio y vocalizando: –T.E  J.O.D.Í  C.A.B.R.Ó.N.–. –Usted es joven y se ve que es un buen tipo. Dígame: ¿a usted le parece justo lo que me está haciendo esa señora?–, le pregunté a ese secretario imberbe que no despegaba los ojos del computador, en espera de que me pudiera brindar algún consejo. –Yo no puedo responderle nada a esa pregunta, yo estoy aquí para obedecer, ella es mi jefe–. – ¿Puedo hacer una llamada?–, pensando en llamar a mí amigo y rogarle que viniera a rescatarme. –No–. – ¿Por qué?–. –Porque si se la dejo hacer pierdo el puesto–. –Pero es que hasta a un prisionero se la tienen que dejar hacer–. –Entienda–, me dijo muy decentemente. –Aquí nadie TIENE que hacer nada. Además, usted no es un prisionero–. Unos minutos después llegaron tres tipos grandes y barrigones, en compañía de la doña abusiva. Uno llevaba un placa de esas que se cuelgan los tombos de civil en el cuello, el otro una camisa de Copa, la aerolínea, y el otro un chaleco con franjas fluorescentes. Pensé que podía abrir un espacio de entendimiento con estos tres nuevos personajes que saltaron a la escena. Para ese momento en el escritorio ya reposaba el papel que había impreso ese secretario asustadizo. El documento decía que yo no tenía pasaje de regreso, ni reservación de hotel. Al verlo la señora lo firmó. –Usted sabe que lo que dice ahí es totalmente falso... Yo sí tengo el pasaje y también reserva de hotel–, dije mirando a los tres sujetos en busca de una solidaridad de género que percibí inexistente al ver que agachaban la cabeza. Recordé el celular. Ya tenía carga. Lo arranqué de la toma y me guardé el cargador. Con mi dedo pulgar patiné un par de segundos la pantalla y apareció, cual revelación divina, el tiquete electrónico que me enviaron de la agencia de viajes que siempre me los tramita. – ¡Vean, aquí está!–. Puse la pantalla frente al gordo número uno, el representante de la aerolínea Copa. –Así no sirve de nada, tiene que estar impreso en un papel–, dijo la señora torciendo la boca. Mientras el de la aerolínea miraba la pantalla y la hacía caminar para arriba con el dedo. – ¿Sabe qué puedo hacer yo? Voy, lo imprimo y se lo traigo–, dijo el de la aerolínea al darse cuenta de la arbitrariedad. –Ya no se puede hacer nada: ya firmé el acta–, manifestó la señora tragándose al gordo con la mirada y obligándolo a agachar la cabeza. Los tres tipos me miraron como diciendo: –“Hermano, cagada. No podemos hacer nada, esta vieja lo quiere joder y no hay nada ni nadie que puedan hacer algo–. –Hasta a un prisionero le dejan hacer una llamada–, le repetí esta vez al de la placa, pensando que ese pedazo de aluminio, lo hacía capaz de entender que existía algo que se llamaba Ley que, al parecer, era un concepto que en ese lugar todos desconocían por completo. –Usted no es un prisionero–, me dijo como si fuera parte del guion que todos se habían aprendido. En ese momento supe que no había nada que hacer. Que la estaba sacando bien barata. Que si quería, esa señora podía hacer lo que fuera conmigo, ordenarle a esos tres que me llenaran el morral de coca o que me empelotaran y me metieran una pistola en el culo, y terminar enclaustrado en una prisión por décadas. Ella gobernaba en esa oficina cual cruel Mesalina y yo allí adentro de esas cuatro paredes tenía los mismos derechos que podía tener una res encerrada en un corral. Eso me relajó. Me guardé el celular en el bolsillo, me monté el morral al hombro, y después de tomar un poco de aire les pregunté: – ¿Entonces ahora qué hago?–. –Él lo va a acompañar–, dijo el de la placa, dirigiéndose al gordo número 3, el del chaleco reflectivo. Seguí al gordo que me paseó por un aeropuerto fantasma hasta una sala de embarque desocupada. Nos sentamos el uno al lado del otro. Eran ya las 2:00 de la mañana. – ¿A qué horas me voy?–. –A las 6:00 de la mañana sale el primer vuelo para Bogotá–. Mientras asimilaba lo larga que sería la noche sentado en esa silla de plástico, pensé en Chávez y me lo imaginé soberano en una isla dorada, con una camisa de palmeras, sonriendo y disfrutando de un ron cubano. Se lo merece, me dije. Él no es ella. Él no es esa víbora endiablada que se desayuna angustiando turistas. Sentí que el comandante me miraba desde aquel cielo tropical diseñado para él y que me decía con su carismática sonrisa cristalina: –Panita, discúlpame, desde aquí se me complica un poco hacer algo–. Cerré los ojos y pude dormir de a tandas, hasta que la mano del gordo me despertó moviéndome el hombro. Había una fila de personas frente a mí. La detuvieron, y cual paraco extraditado, pasé delante de todos junto con el gordo que me entregó a una azafata. Ella fue la encargada de empacarme en el avión que me trajo de vuelta a Bogotá. Al llegar me acompañaron a una oficina donde un funcionario me preguntó por lo que había pasado. –Me devolvieron porque no llevaba el pasaje de devuelta impreso. Dijeron que no les servía que lo tuviera en el celular–, le respondí. El funcionario miró el acta que había firmado la perversa dama de los anteojos con pinta de tía Betulia, y él si se dio a la tarea de verificar que yo sí tenía el pasaje y la reserva de Hotel. –No es al primero que le pasa. Esa misma señora ha hecho eso con varios–, me dijo antes de concluir con una frase que quedó rebotando como pelota saltarina en mi cabeza: –es un abuso de la funcionaria. No tener el pasaje impreso no es causal de deportación–, concluyó enfático. Me detuve en el In bond a regalarme unas gafas de sol y un perfume. Atravesé las bandas eléctricas sobre las que paseaban las maletas de colores. Al salir del aeropuerto me paralizó un pensamiento seco y tan certero como un rayo. La fuerza de una realidad inequívoca que hasta ahora lograba comprender, hizo que de mi boca salieran un par de palabras silenciosas: – Huy jueputa… …soy un deportado–.
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