30 años de horror

Lun, 27/08/2012 - 01:04
En la edición de los 30 años de Semana aparecen, en la primera década, cuatro temas que marcaron esta convulsionada época de los que fui protagonista directo. “El Robin Hood Paisa”, e
En la edición de los 30 años de Semana aparecen, en la primera década, cuatro temas que marcaron esta convulsionada época de los que fui protagonista directo. “El Robin Hood Paisa”, el primer artículo que se escribió sobre el Patrón del Mal y que para muchos no resultó fácil comprender el sentido peyorativo del título. Este reportaje, como lo aclaró finalmente Julio Sánchez en La W, fue el resultado de la entrevista que hice yo, Fernando Álvarez (El Vaquero*) a Pablo Escobar y del riguroso criterio de Felipe López, el dueño de la revista. Ambos nos sentamos a escribir conscientes de que debía ser con pinzas porque el tema requería esfuerzos y juicio para no caer en imprecisiones que pudieran resultar literalmente mortales. Tan premonitorio era este artículo de mayo de 1983 que su párrafo final dice: ¨El surgimiento de Pablo Escobar en el escenario nacional es un acontecimiento de trascendencia cuyas implicaciones están por verse aún. No hay antecedentes de respaldo financiero en política de esa naturaleza, ni obras cívicas de esa magnitud, emprendidas por particular alguno. De extracción humilde, con el poder que le otorga una fortuna incalculable y el deseo de ser el primer benefactor del país, este nuevo mecenas sin duda alguna, dará mucho qué hablar en el futuro¨. Las fotos que aparecen en el artículo y algunas de las que fueron posteriores carátulas de Semana las tomé con una Olimpus de rebuscador callejero porque me fui sin fotógrafo. Felipe no creía mucho que regresara con esa entrevista. El otro tema es la portada de ¨El Monstruo de los Andes¨, aquel siniestro personaje  que brotó de las filas de las Farc y montó su propia guerrilla sectaria llamada ¨Ricardo Franco¨, se hacía llamar Javier Delgado y su nombre verdadero era José Fedor Rey. En las montañas del Cauca lo entrevisté y logré que confesara el asesinato a punta de palo a 164 ¨sapos¨. La historia sucedió en enero de 1986 en medio de un delirio de persecución que invadió al grupo insurgente y a su tenebroso jefe, que decidió ejecutar 164 de los casi 200 miembros que conformaban su grupo ilegal, donde el subcomandante era Hernando Pizarro, el hermano de Carlos Pizarro, líder del M-19. Esta aventura periodística estuvo plagada de suspenso y terror. No fue solo enterarse de que en una extraña cadena de paranoia colectiva Javier Delgado optó por ajusticiar a todo sospechoso de ser infiltrado de los organismos secretos del Estado, a unos porque vacilaron al momento de asesinar a sus camaradas, a otros porque dejaron escapar a alguien retenido listo para eliminar, o como le sucedió a una guerrillera porque lloraba cuando le correspondió matar a su propio compañero. El relato entre cínico y macabro se hacía más dramático cuando supimos que los había matado a golpes para ahorrar municiones. Pero lo más insólito de la historia fue la actitud inescrupulosa de los colegas periodistas caleños, a quienes yo había convocado para no ir a entrevistar solo a semejante “pistoloco”. Cuando menos lo pensé los periodistas caleños, entre los que recuerdo a Raúl Benoit, prácticamente habían convencido al sicópata jefe guerrillero de que a la madrugada siguiente ejecutaran a los diez encadenados que hacían parte del show mediático que nos habían preparado. Unos niños que no superaban los 17 años, que recitaban sin respirar que eran destacados agentes del B2, y que habían llegado allí para asesinar a Javier Delgado. Cualquiera con cinco dedos de frente sabía que se trataba de calanchines que hacían parte del montaje justificacionista de tamaña masacre. Nadie serio creía que fueran tenientes coroneles del B2, cuando al escucharlos ni siquiera habían superado los gallos típicos del cambio de voz adolescente. Pero mis colegas querían llevarse una exclusiva mundial y no les importaba un pito que Javier Delgado no tuviera empacho en asesinarlos para que los periodistas pudieran tener la chiva del ajusticiamiento en vivo y en directo grabada en sus cámaras. Tuve que armar la de Dios es Cristo y a riesgo de que los propios periodistas me echaran a la guerra, como cuando el del vespertino El Caleño dijo con su tono valluno generador de suspicacias algo así como ¨lo que pasa es que vos no se sabe es pa´ quien trabajás¨. El momento fue tan escalofriante que obligó a que saliera de mí una postura enérgica, digna y hasta melodramática para implorar que no me sometieran a semejante espectáculo en el que se discutía, incluso con los periodistas, si ahorcados, degollados o fusilados. Tal sería mi palidez que logré conmover al mismísimo Javier Delgado, quien decidió suspender la ejecución. Me había ganado algo de su confianza porque durante la entrevista logré tomarle unas fotos en las que pudo posar con tal vanidad napoleónica que se permitió poner a jugar su ego. Finalmente en medio de miradas y calificativos insultantes contra mí y de descabelladas propuestas como que nos lleváramos los encadenados monte abajo para entregarlos a la Cruz Roja, los periodistas se tranzaron por las 164 cédulas de los muertos. Cuando llegaron a Cali los retuvo la Policía y decomisó documentos y rollos. Como era lógico me culparon de haberlos delatado. Me había apartado de ellos, al regreso, en Santander de Quilichao porque me inspiraban menos confianza que los propios guerrilleros paranoicos. Pero sentí un fresco cuando los retuvieron durante toda la noche. Era poco para lo que querían hacer por una chiva mal habida. Tema escabroso de este turbulento decenio fue el de la carátula “La Contrarrevolución en Urabá”. Con cierta dificultad convencí a Felipe López de que me dejara ir por lo menos una semana para Urabá porque allí se estaba gestando lo que posteriormente se conoció como el paramilitarismo. Tenía alguna información de primera mano porque en ese entonces mi amigo Germán Bula Escobar era viceministro de Trabajo y le tocaba enfrentar el tema del conflicto obrero patronal en la zona bananera. Viajé, indague y recorrí Apartadó, Carepa, Chigorodó y Mutatá. Hablé con curas, sindicatos, empresarios bananeros y ganaderos. Duré más de una semana porque cuando Felipe López me llamó para saber cuándo regresaba le describí lo que ocurría y con su rapidez mental comprendió que lo que se vivía allí era una especie de derrota de los comunistas por parte de ¨los contras¨ urabeños para hacer una  equivalencia con la Nicaragua postsandinista. Alfonso Núñez Lapeira, entonces dirigente de una caja de compensación en la zona, Lázaro Mejía exdirigente bananero y algunos jefes políticos hicieron sus valiosos aportes. Al leer el artículo publicado en el que se hacía un recorrido desde las causas sociológicas de la violencia, sus conflictos raciales, las contradicciones entre sindicatos y los enfrentamientos obrero patronales decían todos a una: ¨Esto da para premio nacional de periodismo¨. Quizás es uno de los trabajos en que he podido dar integralmente lo mejor de mí. Como izquierdista que había sido comprendí al conflicto de clases y los enfrentamientos entre el EPL y las Farc, cada uno con su propio sindicato bananero. Como había comenzado a entender e identificar los protagonistas y orígenes del narcoparamilitarismo pude observar el desplazamiento que vivían los antiguos bananeros por los nuevos propietarios, interesados en sus puertos, que compraban a las buenas o las malas y tenían su propia forma de enfrentar la subversión. Lo curioso fue que nunca fue premiado y mucho después alguien que hizo parte del jurado me dijo que irónicamente quien se había opuesto a darle el premio Simón Bolívar fue el historiador antioqueño Álvaro Tirado Mejía. Con cierto malabarismo se premió, en periodismo de investigación, un cubrimiento de ferias y fiestas hecho por una periodista de El Espectador. Como dato curioso en ese informe quien aparece en la portada no es ningún paramilitar. Era mi suegro en ese momento, Ricardo Monroy, un viejo amargado que tenía pinta de nuevo rico y se prestó para modelar con fusil en mano. El cuarto tema y que cada vez que Semana celebra un quinquenio o un onomástico importante lo publica es “El Dossier paramilitar”. Como yo era una especie de experto en narcotráfico y orden público en la revista, en consejos de redacción se me delegaban ciertos temas. Ya había desarrollado el artículo de portada llamado ¨El Prontuario de Escobar¨, a propósito de una masacre en Urabá. Hicimos un barrido con todos los muertos que se le endilgaban al jefe del Cartel de Medellín en el que era notoria la capacidad criminal y terrorista del capo, pero eso mereció una amonestación seria de Escobar a Felipe López.  También había investigado otro tema de portada que se llamó “¿Son las FARC el tercer Cartel?” En esas averiguaciones fui descubriendo cómo entre Fidel Castaño, Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha habían tomado la decisión de constituir una auténtica cordillera paramilitar desde Córdoba hasta Pacho. Matanzas como la de Amalfí, las de Segovia, Remedios, en Antioquia y otras en los Llanos Orientales me indicaban cada vez más el propósito de el Cartel de Medellín en alianza con los esmeralderos y con mineros del oro en el oriente antioqueño, al que se sumaban ganaderos de Acdegam en el Magdalena Medio y se agregaban políticos anticomunistas como Pablo Emilio Guarín en Puerto Boyacá. La consigna era formar varios ejércitos para enfrentar a la guerrilla y coquetearle al Estado con el fin de lograr impunidad y complacencia con la clase dirigente. Cuando le pregunté al general Miguel Maza Márquez, como director del DAS, sobre sus indagaciones al respecto se sorprendió de que nosotros tuviéramos tan buena información. A tal punto que me pidió que fuera con Mauricio Vargas, por entonces el jefe de redacción de Semana y nos permitió copiar a mano tal vez el testimonio más completo y valioso para comprender el nacimiento del paramilitarismo, la confesión de Vladimir, un antiguo militante del M-19 que había terminado enrolado en el paramilitarismo y que se hastió del horror de la guerra de los narcos y decidió entregarse y confesar. Esa fue la investigación que me puso de patitas en España. Tres meses de seguimientos, averiguaciones sobre mi vida en la revista y en la universidad donde dictaba clases, meses de desapariciones de personas que me habían servido de fuente como el abogado Diego Córdoba me indicaban que los amos del narcoparamiltarismo iban tras de mí. Pero unos días antes del 20 de julio de 1989 llegó a la revista Fabio Forero, un “traqueto” de San Francisco Cundinamarca que pertenecía a las redes de El Mejicano y quien por esas cosas del destino estaba emparentado con la esposa de un hermano mío.  Me invitó a almorzar a un restaurante no muy vistoso y me dijo que tenía algo importante que decirme. Yo lo había visto en una que otra festividad navideña, de esas que reúnen las familias a gran escala pero apenas me había enterado de que era el rico del pueblo y que era cuñado de mi cuñada. Sin mediar muchas palabras me sentenció. ¨Hermano aquí va volar mierda al zarzo y usted está en la lista. Hay varios periodistas pero no puedo dar nombres, pero usted es uno. Yo lo aprecio porque usted es hermano de mi concuñado. Váyase lo más rápido que pueda del país. Si necesita algo dígame pero lárguese”. Yo ingenuamente pregunté si había posibilidad de hablar con alguien o si podría aclarar algo. Sin titubear sacó una pistola y me encañonó. Me dijo: “si usted va hablar con alguien me toca matarlo ahora mismo, porque todo el mundo va a saber que fui yo quien le advirtió”. Me quedó completamente claro y en menos de una semana estaba en Madrid. Viaje el 24 de julio y ese día si me entregaban un premio nacional de periodismo. A mí y a Semana por una especie de mapa de la violencia en Colombia. La verdad sentí que premiaban lo que no merecía premio y no premiaban lo que sí lo merecía. Cuando me fui literalmente voló mierda al zarzo. Menos de 20 días después caía asesinado Luis Carlos Galán y en esas tres semanas un buen número de personas que estaban en la lista de Escobar y el Mejicano. Meses después fue asesinado Fabio Forero, el “traqueto” que me salvó la vida.  *El Vaquero es el apodo que le puso Plinio Mendoza a Fernando Álvarez porque llegaba de sus viajes con un sombrero de cuero texano colgado al cuello, directo a la máquina de escribir
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