El miércoles 10 de marzo de 2004, el presidente de Gobierno, José María Aznar, el candidato del Partido Popular, Mariano Rajoy, el candidato del Partido Socialista Obrero Español, José Luis Rodríguez Zapatero y muchos españoles e inmigrantes, se fueron a la cama con el pálpito de que en las elecciones generales del 14, el triunfo sería otra vez para el partido gobernante. Por un margen no tan aplastante como el que se vislumbra para este domingo, mas sí con una diferencia cómoda que se reflejaba en las encuestas de intención de voto y en los mítines políticos.
Pero al miércoles le siguió el jueves. No un jueves corriente: el 11-M, día de los atentados a varios trenes de cercanías en las estaciones de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia. Apenas pasadas las 7:30 de la mañana, cuando Madrid se desperezaba, el peor ataque terrorista sufrido por España en su historia la despertó. A los bombazos. Nadie sabía qué estaba pasando ni dónde sería el estallido siguiente. Enloquecieron las sirenas de ambulancias y policías, las estaciones de radio y las televisiones, la gente que corría sin rumbo por las calles. El pánico se apoderó de la ciudad. Yo estaba allí, vivía allí –amo a España casi tanto como a Colombia–, y me negaba a admitir que no fueran pipetas de gas las que estuvieran explotando de manera accidental. ¿Me había seguido hasta el lado de allá del océano el fantasma del terror que azotó a Medellín, en épocas de Pablo Escobar? Imposible. Pero cierto. Cerca de 200 muertos y más de 1.500 heridos, además de los destrozos materiales, fueron la respuesta.
Otra vez dolor y lágrimas. Otra vez escenas dantescas. Sufrimiento en estado puro. Lo manifestamos en una marcha multitudinaria que recorrió La Castellana entera, hasta la glorieta de Atocha, donde se levantaría después el monumento a las víctimas. Esa noche, bajo un torrencial aguacero, fuimos una sola garganta: todos íbamos en ese tren. Y morimos un poco.
A todas estas: ¿los políticos?, se estará preguntando usted. Politiqueando. No quiero poner en duda la conmoción que les produjo el ataque, solo que se repusieron pronto. El caos que se instaló en el ambiente, en pleno fin de semana de elecciones, se convirtió en banquete para los partidos. Sobre todo los más opcionados, PP y PSOE, quisieron capitalizarlo para su causa. Aznar y su equipo de Moncloa, sin pensarlo dos veces, se comprometieron con la teoría de que la banda ETA había sido la responsable. Y se hubieran quedado firmes en base hasta una vez pasados los comicios, a no ser porque las evidencias apuntaban directo al terrorismo islámico. Ese empecinamiento del gobierno en no reconocer la realidad de los hechos, hizo mella en un electorado que, asustado y decepcionado, se cambió de bando en el momento de decisión. Votó a Zapatero.
Lo que se ha dicho infinidad de veces, quedó demostrado: en materia de elecciones populares, nunca se puede cantar victoria antes de los escrutinios. Las masas son veleidosas.
No obstante, y confiando en que no habrá ninguna otra hecatombe, el presidente electo con el que se levantará la Península el lunes 21 –recordar que de no haber sido porque el presidente Rodríguez Zapatero se vio obligado a adelantar la fecha de la jornada, esta se hubiera realizado en marzo de 2012– se llamará Mariano Rajoy. Por muchas razones.
Porque hace ocho años se quedó con los crespos hechos, sin que su partido estuviera preparado para perder. Porque lleva dos períodos consecutivos siendo jefe de la oposición, aprovechando, entre otras cosas, la tardanza de Zapatero en reconocer los pasos de animal grande con los que la crisis económica llegó para quedarse. (Con este tema, al actual equipo gobernante le está pasando lo mismo que al anterior, cuando el atentado: no es que la gente los culpe de lo sucedido, sino del manejo que le han dado a lo sucedido. Y alguien –alguienes- habrá de pagar la cuenta de cobro). Porque quiere volver a conseguir para los populares el crédito de recuperar las altas cotas de crecimiento con el que entregaron el país a los socialistas en el 2002. Porque el estado de bienestar conseguido con el ingreso a la Unión Europea, tambalea. Porque Pérez Rubalcaba, por inteligente y astuto que sea, no da más, quedó demostrado en el único debate sostenido ante las cámaras: un retador intentando encajar golpes en la barbilla del contrincante quien, a mi juicio, se defendió con escaso brillo. Porque el ciudadano de a pie, así como se cansó una vez de los pijos (gomelos, hijos de papi) del PP, con su piel canela permanente de bronceado de cámara, sus ropas de marca y sus aires de superioridad, se cansó ahora de los progres (activistas, izquierdas) del PSOE, con su posado inmarcesible, su cuidadoso descuido y su blablá. Porque el vaivén del péndulo en la política no perdona y hoy día está de vuelta, dicen los que saben. Porque… Lo cierto es que la tendrá difícil Rajoy, así como la tendría difícil cualquiera fuera el agraciado.
¿Adónde vas, España grave?, se pregunta el poeta asturiano, Carlos Bousoño, en su Oda a España. ¿Lo sabrán Alfredo y Mariano? ¿Sabrán Sarkozy y Merkel adónde va, Europa grave?