Hace quince años el país opinante dedicaba sus elucubraciones sobre el concepto de paz a señalar que “sin justicia social no habría paz”. Manera extraña de congraciarnos con la guerrilla que, además de infectar la definición con su pensamiento justificador de la violencia, estaba a la ofensiva y con presuntas posibilidades de tomarse el poder. La Iglesia Católica encarnaba esa concepción maximalista que conduce a una conclusión determinista: sin cambios sociales en la estructura económica, aunque se firme un acuerdo entre el Estado y la guerrilla, no habrá paz, porque la guerra es producto de las causas objetivas (pobreza, desempleo, atraso en el campo, bajos salarios, falta de salud, etc.) Por lo tanto seguirá el conflicto. Las “causas objetivas” hacen parte del antiguo testamento político de Belisario Betancur que acuñó la tesis, e intentó de buena fe hacer las concesiones necesarias para un acuerdo con la subversión. A él le fue tan mal (y por tanto al país entero) que terminó viendo arder al Palacio de Justicia con la Corte Suprema de Justicia inmolada. La concepción de que la paz solo se conseguiría con la solución inmediata de las “causas objetivas”, siguió corriendo en los medios políticos, eclesiásticos y académicos, mientras el pueblo callaba y el ejército sufría derrotas.
El investigador Eduardo Posada Carvó recogió un manojo de las definiciones de paz, todas ellas bajo el común denominador señalado, donde coincidían Monseñor Pedro Rubiano, Monseñor Alberto Giraldo (arzobispo de Medellín), Ernesto Samper, Noemí Sanín, el Partido Conservador, Redepaz, Luis Jorge Garay, Carlos Lleras de la Fuente, Eugenio Marulanda, Juan Camilo Restrepo, Fabio Valencia Cossio. Una frase del entonces candidato Andrés Pastrana los interpreta a todos ellos: “No habrá paz sin una reforma política. He dicho que con hambre no hay paz. La acción del Estado se concentrará en las llamadas causas objetivas de la violencia: la pobreza y la inequitativa distribución de los ingresos”. Simultáneamente el vocero de las Farc, Joaquín Gómez, señalaba: “Lo que pasa es que a la gente no se le puede vender la idea de que se logra la paz sin eliminar las causas objetivas que generan la violencia. Cuando solucionemos los problemas comenzamos a hablar de paz”. Palabras parecidas decía otro vocero de las Farc, Raúl Reyes: “Solo en una sociedad con justicia social florecerá en su integridad la verdadera paz”.
A esas definiciones maximalistas se opusieron otras de distinta raíz. Antonio Navarro Wolff: “la paz no es más que cambiar de métodos para la acción política, o sea cambiar las balas por votos en busca del único objetivo de la política: el poder”. Algo similar dijo Jesús Antonio Bejarano. Luego lo asesinaría la guerrilla. La opinión pública colombiana de hoy no cree que la paz esté antecedida por la “revolución”, hacer el cambio estructural de la sociedad por las armas o negociada con quien las tiene ilegalmente. Al contrario, la violencia guerrillera ha conducido a una respuesta peor: las autodefensas o paramilitares. Las Farc y el ELN profundizaron la pobreza en los campos, extinguieron la libertad de movilización de mercancía y el comercio, redujeron la ganadería y la inversión agrícola, empujaron a los campesinos a formar los cinturones de miseria en las ciudades, enfrentaron a los sindicatos con la patronal y en muchas ocasiones hasta cerrar las empresas, instalaron focos armados en las universidades, secuestraron a las clases medias y altas, y no han podido “expulsar al imperialismo”. En fin no hemos crecido a la velocidad que necesitamos, pero sin embargo hemos avanzado. Solo las Farc siguen diciendo y haciendo lo mismo. Los próceres y personalidades arriba citadas, por lo menos ya no dicen nada parecido, cosa extraña. La correlación de fuerzas cambió y el discurso también cambió. La democracia tiene sus propios caminos para las reformas sociales, que no pueden ser fruto de la pistola en el cuello. La democracia es el único puerto seguro. Lo otro son tesis de la piratería ideológica que confunde la solución negociada de los conflictos sociales, que son naturales a la comunidad humana, y las soluciones violentas que son contrarias a la democracia y a la civilización. Y al cristianismo, señores presbíteros.
Los conflictos sociales como un paro laboral, una huelga estudiantil, una protesta barrial, una riña conyugal, etc. tienen canales legales o mediación de terceros, con salidas pacíficas, a menos que se transformen en problemas de orden público. Pero el levantamiento en armas cuyo objetivo es la toma del poder, tiene que ser combatido con las armas legales de la república, a menos que declare su voluntad de llegar a un tratado de paz. Y lo demuestre con hechos conducentes, no con trampas. El Estado democrático está en la obligación de defender la vida colectiva y la integridad de la nación, tarea mayúscula. Ciertos obispos interceden por la vida de algunos individuos que operan como criminales de guerra y encuentran la muerte en la confrontación armada. Convénzalos de abandonar las armas y la vida le será respetada. En el largo y sangriento conflicto colombiano, no se le pueden dar justificaciones a la guerrilla. Tampoco la democracia actúa como actuó la Santa Inquisición.