No deja de ser sorprendente la noticia de que los colombianos somos unos de los ciudadanos más felices del mundo.
Estadísticas o encuestas como esta se suceden con frecuencia y parecen producir desconcierto.
Recuerdo que hace algunos años, justamente cuando vivíamos la época más dura del paramilitarismo y teníamos la tasa de muertos mayor de la historia, aparecíamos con el indicador de optimismo más alto entre los países estudiados. Poca atención se prestó entonces a que el siguiente era Yugoeslavia, entonces presa de diferentes guerras civiles y religiosas que la llevarían a ser despresada en varios países, en lo que se considera uno de los capítulos negros de la humanidad. La razón de esto en realidad es simplemente que entre más mala es la situación de una nación más se da la sensación de que solo puede mejorar.
Ese tipo de raciocinios parece explicar otros fenómenos actuales.
La felicidad, el éxito o el optimismo son nociones comparativas que se basan en el contraste con condiciones anteriores. Y en ese sentido nuestro caso puede ser como el de Birmania (o Myanmar) que se considera como el próximo ‘Tigre Asiático’ justamente por lo rezagado que está respecto a su potencial, lo cual le ha traído como a nosotros una oleada de inversión extranjera, (en 2011 ascendió a 20.000 millones de dólares); igual que aquí, se considera que esto no es sino la cuota inicial necesaria para la explotación de los vastos recursos del país: una ubicación geográfica privilegiada con más de dos mil kilómetros de costas sobre el Océano Índico y unas inmensas riquezas naturales en su territorio: petróleo, gas, madera, pesca, minería, piedras preciosas, caudalosos ríos, campos fértiles y un ilimitado potencial turístico. Es una descripción que coincidiría con las bondades de nuestro país; también coincide con nosotros en que es un gran productor de droga (heroína), traficada por mafias asociadas con todos los estamentos. Y es justamente el país más subdesarrollado de Asia.
Un artículo de Arturo Guerrero relata que una mujer de Guinea contó que solo de grande supo que el dolor de estómago que sentía cuando niña era hambre, porque en su conocimiento del mundo el vacío de estómago -igual que la noción de injusticia- no tenía nombre, eran hechos naturales como la respiración o el calor. La mente de la niña no lo registraba como pesadumbre, anormalidad o motivo de reacción en contra porque su ignorancia la preservaba de tales evaluaciones. Su vida era lo que era, dato simple, no problema ni algo que hubiera que cambiar; sobrellevaba el dolor sin conocer qué es dolor; viviendo la felicidad infantil en medio de la carencia. Felicidad derivada de la de inocencia de la edad, pero porque es la inocencia de la mente.
Así es Colombia en carnavales, ferias y corralejas, donde se derrocha inocencia y nos hace los habitantes del país de la felicidad.
Cuando nos señalan como el mejor destino para la inversión extranjera, no sentimos que esto se debe justamente a nuestra terrible situación y nos presentan como un gran síntoma de éxito –nos disfrazan de fiesta- para mantener viva nuestra ingenuidad.
En paralelo con el conocimiento del hambre en el caso de la niña de Guinea, nuestro crecimiento debería ayudar a darnos cuenta de nuestras falencias; pero por una ingenuidad –natural o inducida- celebramos como éxitos lo que apenas es el contraste con la situación de caos y de atraso de la que apenas podríamos estar comenzando a salir.
Tanto la felicidad de los colombianos como la satisfacción de sus gobernantes con lo que prometen -o incluso con lo que divulgan como resultados-, dependen de la ingenuidad y la ignorancia que evita un conocimiento real de dónde estamos y por qué camino vamos. Mientras no se reconozca que estamos manejados por los medios de comunicación -es decir, que vemos lo que lo ponen a ver- no habrá forma de salir del desbarrancadero en el que vamos.
Más que el ejemplo de aquello de subir de segunda a primera clase en el barco que se hunde, ilustra mejor el caso de los vehículos y las vías: se usa como indicador del desarrollo la cantidad de carros y camiones que entran a circulación, y no se tiene en cuenta que nos acercamos es a la parálisis porque lo que se requiere es que aumente la proporción de vías respecto a la cantidad de tráfico y lo que está sucediendo es lo contrario.