Pensaba referirme a Simoncito, el recién ungido por el glorioso Partido Liberal, pero no me aguanté la gana de terciar en la polémica que ha desatado la renuncia del profesor Camilo Jiménez a su cátedra, en la facultad de Comunicación Social de la Javeriana, en Bogotá. Está buenísima, sobre todo porque argumentos valederos los hay de lado y lado. Bueno, al menos así lo veo yo, que si bien no pertenezco a la generación que vino al mundo con el chip de la tecnología incorporado –soy de la de los papás–, tengo la fortuna de navegar en la franja de la transición, lo cual, desde un punto de vista optimista, significa que disfruto y aprovecho lo mejor de ambos mundos. Por ello, me siento privilegiada.
Leer y escribir son dos de mis grandes pasiones; leer, en primer lugar. Amo los libros. Me gusta olerlos, escuchar el sonido de sus páginas al pasar, deslizar la mano por el lomo y palpar el gramaje de las hojas; verlos tirados en cualquier parte, nunca en orden; saborearlos cuando me gustan; cuando no, ignorarlos. Entre libros, siento sensaciones cercanas a la felicidad. No podría vivir sin ellos. Como tampoco creo que podría hacerlo sin el computador, el smartphone, el Kyndle que no me pesa nada, tiene la letra grande y una biblioteca entera en la barriga. Me encantan las facilidades que cada nuevo adelanto tecnológico me proporciona. Me zambullo en ellos, hago daños terribles, pero, casi siempre, logro repararlos antes de pedir cacao a los expertos. Soy una técnica autodidacta que tiene prohibido arrimarse a los aparatos del resto de la familia. Costos que hay que pagar.
Dice el profesor Jiménez en el artículo que publicó en El Tiempo explicándole al mundo su decisión de tirar la toalla con los veinteañeros que no consiguieron, a lo largo del semestre, hacer un resumen de un párrafo, en el curso Evaluación de textos de no ficción: “Lo que siento de cuatro semestres para acá es más apatía y menos curiosidad. Menos proyectos personales de los estudiantes. Menos autonomía. Menos desconfianza. Menos ironía. Menos espíritu crítico”. ¿En serio?
Trato de ponerme en sus zapatos y comprendo el dolor y la impotencia que siente, en parte, por la importancia que le da a la materia que imparte, condición de los buenos maestros. Máxime en casos como este, que tienen que ver con una de las herramientas fundamentales, la fundamental, de cualquier comunicador que quiera serlo con excelencia: la palabra. Sea cuales sean su representación, el medio, el imaginario colectivo al que pertenezca. Siempre, la palabra. Y es la palabra escrita, la escritura, la que cumple una función indelegable en la organización de las ideas, del pensamiento. Por eso, discrepo de mi vecino de KienyKe, Daniel Pardo, de cuya columna soy atenta seguidora, cuando afirma: “Y, tal vez, la escritura haya dejado de ser una prioridad”. No fregués, Daniel, la escritura trasciende las modas. Claro que el tal vez que se coló en tu concepto, dándole un toque esperanzador, me devuelve el alma al cuerpo. Quiere decir que podrías reconsiderar tu posición al respecto. Qué descanso. Una ventana entreabierta que tendrían que aprovechar los profesores para inocularles a Daniel y a muchos otros “nativos digitales” –expresión de Camilo Jiménez– una pasión por la palabra, en todas sus manifestaciones, tan arrebatada como la que les despiertan los juguetes tecnológicos. Se puede. Es más, se necesita, profesor Camilo. Solo que para lograrlo se requiere aprender a pensar también con los pulgares. El cerebro y los pulgares no se excluyen. Y la combinación de los dos es un combo ganador, en los tiempos que corren y que, gústenle o no a los académicos, no tienen reversa. Vale la pena el esfuerzo.
Jóvenes apáticos y mediocres e insolentes los ha habido en todas las épocas. En mis años de pregrado sí que los había. Y en los de mis hermanas y en los de mi papá, mi mamá y mis tíos. No los disculpo, como tampoco disculpo a los padres que para que los hijos pequeños no molesten los aíslan del mundo presente a punta de realidades virtuales, ni al sistema educativo colombiano que camina patichueco. Pero sí me pregunto: cuando 25 de 30 estudiantes no dan la talla, ¿está en ellos el problema? Lo dudo.
Reconoce C.J., en el texto al que hago referencia: “He considerado mis dubitaciones, mis debilidades. No me he sintonizado con los tiempos que corren”. Valiente y grave reconocimiento. Valiente, por admitir de manera implícita la cuota de responsabilidad que pueda corresponderle. Grave, por no haber corregido el error de manera oportuna y explícita. Si un profesor no se sintoniza con los tiempos de sus alumnos…, seguro, no encontrará con ellos puntos de encuentro o expresiones comunes o intereses para compartir. Es él, el pedagogo, quien debe escudriñar en las motivaciones de los pupilos, valerse de ellas y ganarlos para su causa. No al revés. Al fin y al cabo, pedagogo viene del griego paid: niño, y agogós: que conduce, que acompaña.
Lamentable, pues, este cortocircuito que se produjo entre Jiménez y los treinta chicotrónicos. Con el chisporroteo perdieron, estos y aquel, una valiosa oportunidad de enriquecerse mutuamente en el conocimiento. Total, cerebro y pulgares, tenemos todos.