A pesar de la caracterización que hace la Constitución de los funcionarios como servidores públicos y de establecer claramente su responsabilidad cuando infringen la Constitución y las leyes o por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones, los colombianos asistimos aterrados al espectáculo de todo tipo de conductas ilegales, contrataciones dolosas, falsos desmovilizados, trato privilegiado a algunos presos, chuzadas a magistrados, ejecuciones extrajudiciales, violaciones de derechos humanos, carteles de pensiones en el Consejo Superior de la Judicatura, robos supermillonarios al sistema de salud, manejo irregular de bienes retenidos por provenir del narcotráfico, para no hablar de todo tipo de conductas abusivas, hasta el punto que la crisis invernal que ha producido miles de damnificados también ha llegado con tempestades de investigaciones a funcionarios por desviar los dineros destinados a las víctimas.
Pero las actuaciones irregulares no se limitan a la Rama Ejecutiva, pues también es recurrente en el Congreso expedir leyes que no responden a las verdaderas necesidades de la comunidad ni al interés general, sino que obedecen a las presiones de los intereses privados. El ejemplo más flagrante es que a pesar de que la salud es un derecho reconocido por la Constitución a todos los colombianos, se regula como “el negocio de la salud”.
Desde luego esta situación es totalmente violatoria de los principios y las normas constitucionales. Pero no puede cambiar mientras no haya una verdadera condena social a los corruptos, un compromiso de probidad de la empresa privada, de las Universidades, de los partidos, de toda la ciudadanía. No es sólo tarea de los fiscales y los jueces quienes de ninguna manera dan abasto, motivo por el cual una gran cantidad de funcionarios corruptos no son condenados. Pero lo grave es que a pesar de los escándalos los funcionarios implicados no renuncian, sino que siguen corroyendo la confianza de los ciudadanos en las instituciones.
La madurez de un Estado se mide por la actitud de sus dirigentes de rendir cuentas y responder sobre su gestión, como mandatarios que son de los ciudadanos. A la vez, por la disposición de los éstos de pedir cuentas y establecer responsabilidades de sus representantes por las desviaciones, los manejos torcidos y los malos resultados. Desafortunadamente estamos lejos de alcanzar estos propósitos constitucionales.
De igual manera, una verdadera democracia se caracteriza por la organización de sus partidos, la democracia interna de éstos, la disciplina de sus militantes, la participación igualitaria de la mujer, la responsabilidad política por las actuaciones públicas de sus dirigentes, sus parámetros éticos, y desde luego su ideología. En nuestro país los partidos en su mayoría se caracterizan por ser inestables, desarticulados, volátiles, algunos originados en disidencias de los dos partidos tradicionales y que actúan como simples empresas electorales.
Hoy tenemos un panorama grave por la incidencia de la delincuencia organizada, el narcotráfico y el paramilitarismo en la vida política y electoral de la Nación y de los entes territoriales, a lo cual se han añadido más recientemente los carteles de los contratistas. Podemos decir entonces que el gran escollo de la democracia colombiana está en la financiación de los partidos y de las campañas políticas, por los lazos de los funcionarios así elegidos con sus financiadores, entre ellos, grupos ilegales y criminales. No se ve una determinación clara para dar término a esta situación, por lo cual es concluyente que el sistema democrático de Colombia es una ficción y que se encuentra en peligro de extinción.
El clientelismo es sinónimo de atraso y se ha asentado como el fundamento de la vida política en el país con toda su perversidad, pues la gente accede a muchos bienes y servicios no porque tiene derechos, sino porque tiene un político que lo patrocina y éste a su vez saca réditos electorales de las dádivas a sus potenciales electores. A contrario sensu, el ciudadano que no forma parte de una clientela, tiene en la burocracia su enemigo.
Y es que la gobernabilidad entre Ejecutivo y los órganos de representación popular tiene como premisa, en la práctica, no el debate con altura sobre ideas y políticas públicas, con argumentaciones, sino el intercambio de favores: yo no le hago debates, no le hago control político, si usted me da puestos y contratos, es el planteamiento dominante. Y en ese juego sucio en los entes territoriales entran los órganos de control, con pocas excepciones.
Este sistema primitivo de gobernar tiene como resultado la ineficiencia y la corrupción en la administración pública, pues ¿cómo puede un Alcalde responder por las obras públicas, por la prestación de los servicios a su cargo, si cada uno de los secretarios y directores tiene otro jefe que es el concejal, con sus propios intereses que no son el interés colectivo, sino el recuperar el dinero gastado en la campaña y la permanencia en su cargo ganando electores con el presupuesto público, cuando no es el simple robo de los recursos públicos?
Los diferentes carteles y carruseles que han salido a la luz gracias a las investigaciones judiciales muestran claramente que al servicio público ingresan maleantes que creen que su paso por el poder es la oportunidad de enriquecerse con los impuestos pagados por los gobernados, al igual que sus amigos y su familia. Tengo la seguridad que no han entendido el artículo 2 de la Constitución que establece los fines esenciales del Estado y que las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares. ¿Hasta cuándo vamos a admitirlo?
Corrupción, la mayor enemiga de la Constitución
Mié, 04/05/2011 - 09:00
A pesar de la caracterización que hace la Constitución de los funcionarios como servidores públicos y de establecer claramente su responsabilidad cuando infringen la Constitución y las leyes o por