Sin ateísmos. Vuelta la mirada al mandato bíblico (Génesis 1:28), queramos o no, se nos reedita la vieja discusión: O al Dios del Universo, al planearlo todo, no le importó mucho la suerte de la especie humana, cuando su fecundidad obediente la abocara a la saturación y desequilibrio del planeta que hoy amenaza con exterminarla, o tal entelequia mandatoria no fue más que la ocurrencia irresponsable de una mente humana (un sacerdote, un escriba) en trance de poner letra a los estatutos de una religión, para una época ignorante de agotamientos de hábitat.
La saturación de nuestros días da testimonio de unas mayorías creyentes, ajenas a zanjar cuestionamientos como este, y, muy al contrario, dedicadas a plantar sus semillas en cuanto rincón de la tierra han podido.
La creencia, con todo y su fortaleza, mutó en cultura. A tal punto que en la historia de los países es prácticamente imposible encontrar gobernantes que se hayan tomado en serio la disyuntiva entre superpoblación y extenuación del planeta. Si acaso, medidas contemporáneas de control natal obligadas por problemas económicos y sociales de ciertos conglomerados. Es el caso de China, con su mandato oficial de un hijo por familia, impuesto desde 1979, a la población más numerosa del globo. No es el caso de países como el nuestro, donde ni siquiera para el éxito de las políticas públicas los gobiernos han contemplado poner freno al crecimiento poblacional. Los presupuestos siempre se quedan cortos frente al número de individuos por atender.
En nuestra época, mucho de ese desinterés puede explicarse por los grandes negocios de la economía global. Ávidos de un número cada vez más creciente de consumidores para sus productos y servicios, se vendrían a pique si las sociedades se tomaran en serio el control natal. Antes, la demanda de gente corría por cuenta de los ejércitos. La necesitaban para la guerra.
Hoy somos 7.000 millones de habitantes en el mundo. Las proyecciones dicen que en el 2025 llegaremos a 8.000 millones y en el 2050 a 9.300 millones. Lo espeluznante de las cifras debería bastar para que los Estados, instituciones internacionales, y religiones, dedicaran los esfuerzos para desestimular tanto hábitos de consumo como el crecimiento poblacional. En esta hora, se impone racionalizar por fuerza mayor mandatos económicos y religiosos contrarios a tal exigencia natural. Razón contundente, la sustracción de materia. También queda la otra salida: entregarnos a aceptar que así nos lo tenían planeado desde el comienzo.
El común denominador en el mundo es la sobrepoblación. A juzgar por el incremento y la rapidez con que ésta ocurre, en la gente (rica o pobre) prima el querer tener hijos, por encima de todo. Nadie se detiene a pensar que ahora el problema va más allá de tener o no con qué mantenerlos y sacarlos adelante. Nada pesa la advertida pronta incapacidad del planeta para disponer de los recursos mínimos de supervivencia, demandados por el gran conglomerado que lo puebla. Según el Fondo Mundial para la Naturaleza, las necesidades de consumo de la población demandarán en el 2030 dos planetas y en el 2050, tres. Sencillamente, no hay de dónde.