Un día antes del fin del mundo, Carlos decidió hacer todo lo que nunca había hecho. Siempre se caracterizó por ser un tipo diferente del resto de miembros de su generación. En la escuela fue disciplinado y estudioso. Mientras sus compañeros de clase se sumergían en los efectos narcóticos de la marihuana, la promiscuidad y demás locuras juveniles, Carlos se mantuvo al margen de esas conductas licenciosas y poco sanas. La tenía clara: pensaba dedicarse en cuerpo y alma, una vez aprobara el bachillerato, a la carrera que definía su verdadera vocación: la medicina.
Su educación fue como la de cualquier otro muchacho de provincia: conservadora, religiosa y estricta. Su familia gozaba de gran prestigio en la región. Su abuelo, además de haber sido un connotado cardiólogo, fungió como gobernador del departamento por aquellos años en los que la política no era vista como un negocio, sino como un servicio a la comunidad. Miguel, el padre de Carlos, había continuado exitosamente con la tradición familiar: ejerció exitosamente la medicina hasta el día en que fue sorprendido prematuramente por la muerte. Carlos, el mayor de tres hermanos, debió asumir al lado de su madre las riendas del hogar, y supo desde siempre que dicha obligación y el ejercicio profesional de la medicina eran incompatibles con los vicios de la modernidad.
Carlos no era solamente un ciudadano ejemplar (en su historial no había ni siquiera una multa de tránsito), sino también un médico muy destacado por sus conocimientos y experiencia. Era el miembro más joven de la Academia Nacional de Neurocirugía. Sus estudios sobre los vericuetos del cerebro y la mente humana eran textos obligados de consulta en universidades locales y extranjeras. Aurora, su esposa desde hacía dos décadas, era una mujer afable y amorosa, que no tenía que padecer las desventuras de su grupo de amigas del costurero: Carlos era un esposo fiel, un padre inmejorable y un profesional intachable.
Los días previos al fin del mundo, la ciudad entera se tornó más caótica de lo acostumbrado: el tráfico era insufrible y las basuras se amontonaban en las esquinas por cuenta de una decisión populista e improvisada del alcalde de turno. La lluvia no cesaba y los huecos en las calles hacían aún más difícil la movilidad. Los atracos se multiplicaban a granel, y, al final del día, los cadáveres apilados en la morgue no les daban tregua a los forenses. El cuadro era verdaderamente apocalíptico.
Carlos era un hombre de ciencia, la razón era la guía de su existencia. A pesar de ello, no pudo evitar sentirse sugestionado por el delirio colectivo que causaba el inminente cumplimiento de la profecía maya. No se hablaba de otra cosa en las reuniones sociales, los pasillos del hospital y en la prensa. La verdad es que durante dos meses Carlos no había albergado otra idea distinta en su cabeza: el mundo acabaría. Frente a su familia, evadía el tema para no preocuparlos. La matanza de veinte niños en una escuela de los Estados Unidos, la violencia desbordada en todo el mundo, la proliferación de enfermedades y la situación lamentable del país que lo vio nacer, alimentaban la terrible conclusión.
Esa noche, un día antes del fin del mundo, Carlos se despidió de su familia con la excusa de una supuesta emergencia médica: un hombre había sufrido un aparatoso accidente que comprometía su vida debido a un severo trauma craneal. En vez de ir al pabellón de cuidados intensivos, Carlos se dirigió a la zona de tolerancia de la ciudad. Estando allí, y habiendo superado su habitual timidez con las mujeres, les pidió a dos prostitutas que lo acompañaran. Se registró en un hotel y durante toda la noche tuvo sexo con ellas y bebió toda la champaña que no se había tomado en su vida.
Al despertar, Carlos se percató de los tubos conectados a su cuerpo, trató de moverse pero no pudo. El sonido de los aparatos lo aturdía. Su mujer lo miraba entre lágrimas y sollozos. Por un instante pensó que estaba en el infierno, hasta que escuchó la voz de uno de sus colegas diciéndole a Aurora que el daño cerebral era irreversible y que no entendía cómo la alta dosis de escopolamina que le suministraron no lo había matado. Carlos trató de gritar pero le fue imposible, su cuerpo no respondía a ningún impulso. Llevaba varios meses en una cama.
El fin del mundo había llegado para Carlos.
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El fin del mundo
Lun, 24/12/2012 - 01:02
Un día antes del fin del mundo, Carlos decidió hacer todo lo que nunca había hecho. Siempre se caracterizó por ser un tipo diferente del resto de miembros de su generación. En la escuela fue disc