“La moral no me ayuda. La religión no sabe ayudarme.
La razón me ayuda todavía menos,
pues me dice que las leyes que me condenaron son injustas,
y el sistema está equivocado.”
Óscar Wilde (Mientras purgaba castigo por homosexualidad)
Irlanda es un país en donde la religión católica se ha colado por todos los poros individuales e institucionales. Católico, ultracatólico. Difícilmente establecer allí una ley sin el beneplácito de la iglesia, que todopoderosa ha fungido por siglos como censor político. Su dios, por intermedio de quienes se arrogan su delegación, ha estado presente en cada intersticio personal y legal para censurar, autorizar y de esta manera gobernar el país. ¿Original? ¿inédito? Definitivamente no, así operan en buena parte de Occidente las religiones judeo-cristianas. En los últimos tiempos hemos visto al pueblo irlandés comenzando a salir de ese aletargamiento y sumisión a las reglas “divinas” y victorianas, estableciendo normas laicas y progresistas emancipadas de las eclesiásticas. Varios golpes ha atestado la laicidad últimamente: en 1985 fueron aprobados los anticonceptivos (la iglesia católica se niega aún a aceptarlos); en 1993 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró ilegal la legislación vigente que castigaba la homosexualidad; en 1995 se legalizó el divorcio. Todos pecados contra la santa madre iglesia. Poco a poco, Irlanda, y sin duda por influjo de la Comunidad Europea a la que pertenece, ha venido zafándose de las ataduras medievales y dando paso a la razón, a la modernidad, al aire del tiempo y al ejercicio de lo laico como reza su carta magna y su adhesión a la Europa continental e institucional. Por supuesto, el enfrentamiento ha sido enorme, pero los avances libertarios, encabezados por las nuevas generaciones están dejando de lado los dictados tradicionales y arcaicos de sus abuelos. Lo ocurrido el pasado 22 de mayo de 2015 fue un gran triunfo de la democracia, de la autonomía y por supuesto de la justicia y la ecuanimidad. En referéndum, el pueblo irlandés decidió en las urnas aprobar el matrimonio homosexual, colocándolo al mismo nivel del heterosexual. Una gran victoria de la igualdad que se constituye en una bofetada a la iglesia católica que intentó por todos los medios, como es su usanza, atajar esta iniciativa que tildaba de gran exabrupto, de no conforme a la naturaleza humana y de aberración destructora de la familia tradicional. De nada sirvieron las amenazas de fuegos eternos ni otras naderías: el 62% de la población se pronunció a favor de esta sana medida. A partir de ahora, Irlanda valerosa repara la injusticia e inequidad que había practicado legalmente; esa misma que aún asedia a otras naciones del mundo, incluyendo a la nuestra. Irlanda se convierte así en el primer país del mundo en legalizar el matrimonio homosexual a través del sufragio popular, a lo que el Vaticano respondió con un desabrido: "Es una derrota para la humanidad". Es este facto democrático una desaprobación a los preceptos católicos (y a los afines cristianos); un no rotundo a la manipulación de siglos, en donde la iglesia lograba gobernar con magra fuerza argumental, que reemplazaba con grandes dosis de fe, dogma, infalibilidad papal, biblia y por supuesto de su rupestre teología. Se está acabando en Irlanda este tipo de prácticas, como, por fortuna, en el mundo. Una luz salvífica se avizora al otro lado del túnel. De esta manera Irlanda se une a la creciente ola humanística de los 18 países que han legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo: Holanda, Bélgica, España, Canadá, Suráfrica, Noruega, Suecia, Portugal, Islandia, Argentina, Dinamarca, Francia, Brasil, Uruguay, Nueva Zelanda, el Reino Unido, Luxemburgo y Finlandia. A los que se suman, Estados Unidos (en 36 de sus 50 estados) y México (en el Distrito Federal). Tristemente existen aún naciones (poco dignas de llamarse así) en donde la homosexualidad es penalizada con la muerte: Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Irán, Mauritania, Somalia, Sudán del Sur y Yemen. Otras infligen prisión hasta con cadena perpetua, multas, trabajos forzados o deportación. Y en muchísimos, incluso en aquellos que han legalizado las uniones homosexuales, la discriminación y la estigmatización son aún frecuentes. Se constata que el sólo cometido y ajuste legal no implica un cambio inmediato de la mentalidad general. Siguen muchos pensando que es un hecho anormal, contra natura o enfermedad. Intolerancia en gran parte debida a la ignorancia, fuertemente fomentada por las religiones para quienes el sexo per se es indebido. Las religiones atadas a los vetustos principios de sus libros sagrados, consideran la actividad sexual más bien como un elemento de fines procreadores que como un nexo placentero y gregario. Tristes ideologías que rechazan todo aquello que huele a hedonismo. Largo lapso duraron muchos individuos pensando que el fin de la esclavitud era incorrecto, que el voto femenino atentaba contra la familia, que los negros no eran iguales en derechos, que la censura al arte, a la libertad de expresión y a la ciencia era un deber moral; muchas otras tantas perlas de desigualdad perduraron en las mentes a pesar de la instauración de leyes o constataciones diferentes. Falta, pues, aún un trecho de educación y probablemente de relevo generacional, para concretar estos cambios, pero no hay que duda el rumbo de la liberalización racional de costumbres, de la emancipación de mentes, de la extirpación de prejuicios es imparable, llegará. Tal vez no viviremos para regodearnos completamente de estas dichas, que el vaticinio del evidente cambio nos sirva entonces de contento. Que la verde Erín, cuna de tanto letrado (Oscar Wilde, James Joyce, Jonathan Swift, de los Premios Nobel de Literatura: Bernard Shaw, W. B. Yeats, Samuel Beckett y Seamus Heaney, así como de Ernest Walton Premio Nobel de Física), se nos convierta en ejemplo, sobretodo por esta época en que comienzan de nuevo los debates en el Congreso colombiano sobre el tema del matrimonio igualitario que penosamente se saldó en el pasado reciente con la creación de la insubstancial “Unión solemne”, que ni es unión ni es solemne, sino un contrato de trámite por ventanilla notarial, sin las necesarias normas reglamentarias asociadas, que estampilla aún más el apartheid de género y que no resiste análisis ni debates jurídicos serios. El futuro abolirá, sin duda, este hecho inequitativo; todos los desmanes tienen un final, lleva tiempo la eliminación de prejuicios y dislates.