Será, entonces, volver al ineficiente mundo donde Cuevana no existe. Será contactar a Omar Alexander, mi antiguo vendedor de “estrenos y clásicas” en San Andresito. Será dar más de un click para poder ver una película. Será, qué triste, dejar de ver a Larry David. Y volver a Suso el Paspi. Será, en otras palabras, reprimir mis intereses en lo más recóndito de mi cerebro. Porque Cuevana ya no está.
La tumbaron. Quedan sobras, pero la versátil colección de películas y series más grande que ha producido un hombre al que le importan los subtítulos en español ya no está. Y no va a volver.
Ayer la versión en inglés de Wikipedia estuvo cerrada, así como otras 30 páginas importantes. Y Facebook, Twitter y Google funcionaron, pero también están protestando en contra de las dos leyes con las que el Congreso gringo pretende acabar con la piratería. Cada uno tiene su versión: en España fue la Ley Sinde y en Colombia, la Ley Lleras, que fue archivada por el gobierno dado el rechazo que generó. Pero el debate vive. Y le recomiendo una cosa: aliste su tarjeta de Blockbuster.
La historia es esta, en términos generales: un grupo de personas en corbata piensa que la gente debe pagar por el entretenimiento. Basados en leyes que se escribieron siglos atrás, consideran que los derechos de autor se deben cumplir a cabalidad. Con su diploma de Harvard tatuado en la frente, creen que la piratería es un mal de la actualidad que puede ser eliminado. Con leyes.
Del otro lado está la gente que consume entretenimiento sin pagarlo. Y los ingenieros que los abastecen. No son bandidos, ni inmorales. Porque no le ven nada de malo: crecieron en un mundo donde la información y el entretenimiento eran gratis y a partir de ahí crearon una comunidad universal que comparte el conocimiento por inercia.
Es, me parece, un problema cultural: un choque entre dos racionalidades que ven el contenido y su propiedad de maneras diferentes.
Los políticos no entienden el internet. Tener un iPad o pontificar por Twitter no te hace experto en tecnología. El internet no es solo una herramienta: también es una forma de entender el mundo. Eso no lo entienden los políticos, a quienes el blog de tecnología Motherboard les dijo, con razón, “Señores del Congreso: no sigue siendo aceptable no saber cómo funciona el internet”. La gente que no entiende el internet –sí, incluidos los que no saben abrir dos ventanas al tiempo en el computador– debería abstenerse de este debate.
Y no solo se trata del anacronismo de los políticos, sino del lobby de sus camaradas: los 32 senadores que impulsan la ley SOPA, por ejemplo, han visto cuadruplicadas las contribuciones de Hollywood a sus campañas. Y están las críticas de don Rupert Murdoch a Google esta semana. Hollywood lleva décadas haciendo lobby en Washington. Los poderosos no están acostumbrados a que cualquier cristiano los cuestione y mucho menos les quite su negocio. Pero ahora están asustados, y lagartean para proteger sus monopolios. Porque no les basta con ser los dueños de la película, la red de cable y la banda ancha.
Como en la guerra contra las drogas: los políticos creen que la ilegalidad se lucha con la prohibición, en vez de la enseñanza y la innovación. Prohibir un producto que tiene una demanda de raíces culturales no sirve de nada. En contra de un hábito la ley no funciona. Cuevana se fue, pero están Monsterdivx, 1channel, Movie2k, Seriesyonkis y 3000filmes.
Entonces mi tía me va a preguntar: ¿cómo te sentirías tú si tu trabajo fuera subvalorado y no te pagaran lo que tanto esfuerzo y plata te costó producir? Primero: no me sentiría mal si yo estuviera forrado en dólares, como es el caso de Hollywood. Segundo: si Cuevana cobrara, yo pagaría. Y tercero, este no es un problema que se pueda reducir a la plata. Es justo, porque así funciona el mundo. Pero ese es el tipo de argumentos que evidencia la ignorancia de los políticos –y de las tías– sobre el internet: acá la plata no vale, ni es un objetivo. Ni siquiera Twitter es, aún, un negocio. Y Facebook sigue dando pasitos de tortuga. Cuevana no hizo un peso.
Estamos de acuerdo: nada es gratis en esta vida. Pero hay formas de hacer plata con el contenido en internet sin tener que censurar la distribución libre. Está la publicidad: gracias al conocimiento del consumidor que permite el internet, la eficiencia de la publicidad es mayor a la de antes. Y se ha comprobado que la piratería no es, en realidad, una amenaza: las películas nunca dejaron de ser negocio, porque las salas de cine siguen llenas, así la piratería cueste 58 millones de dólares al año. También se opusieron a los videocasetes y a los DVD en su momento, y hoy casi que viven de ellos. Lo mismos dueños de la película. Y la banda ancha. Por su parte, la escritora de Harry Potter es archimillonaria, así su libro sea el más vendido siempre, en todos los idiomas. Y aunque reaccionaron tarde, las disqueras ya se adaptaron al nuevo sistema y crecen como adolescentes: Shakira cobra medio millón de pesos por un concierto, y la gente, que la conoció por MP3, lo paga, así le cueste la mitad de su salario. Soluciones hay.
Wikipedia está cerrada porque este es un debate político y filosófico. No es mera criminalidad. Y tal vez esa sea otra de las soluciones: llevar a los 'piratas' al congreso. The Pirate Bay, la página sueca para bajar archivos, sigue viva porque se convirtió en un partido político.
La piratería es, como dijo Cortés ayer en La silla vacía, un concepto anacrónico e ineficiente. Los derechos de autor deben ser repensados: para que los autores del entretenimiento y la información paguen su trabajo, hay que pensar en formas distintas a prohibir su libre distribución. Encima, leyes como SOPA implican un monitoreo al contenido que perjudicaría los elementos que hicieron del internet una red de intercambio y transparencia revolucionaria. No queremos un sistema como el chino, pero pareciera. No queremos volver a la Edad Media, pero estamos al borde.