La forma dantesca de prefigurar un más allá con sus estados cielo, infierno, purgatorio y limbo, ha cambiado en los últimos tiempos, principalmente porque esta fábula tejida por siglos, aunque simpática, no resiste por su simplismo un análisis moderno o medianamente racional.
Se ha infundido a la colectividad creyente que después de esta vida hay otra, un más allá que puede ser glorioso o de castigo, según las acciones que se realicen en esta. Una idea seductora sin duda, pero sin más base que la dictada por la irracionalidad de la fe y las argumentaciones teológicas. En la consecución de ese más allá venturoso cualquier cosa es válida con tal de obtener una vida posterior llena de dicha y felicidad, y además eterna. Un producto atractivo, sencillo de comprensión y por ello de buena venta.
Para lograr esa fruición eterna es preciso llevar una vida de “bien”, siendo la noción de “bien” definida por los apoderados de ese paraíso que se anhela. Es decir, llevar a cabo buenas acciones acorde con normas por ellos definidas; algunas de convivencia normal como no agredir al semejante, no matarlo, no robarlo, ser honrado, ser justo; otras de sumisión a los dioses dueños de ese supuesto paraíso. Para ello hay que rezarles, temerles, hacerles sacrificios, adorarlos, entregarles dádivas; cuanta mayor sea la dedicación y mayor la dosis de entrega, más amplias las posibilidades de lograr el cometido de acceso a esa gozosa vida celestial. Se configura así una doctrina que lleva a toda clase de abusos, particularmente de quienes se han nombrado administradores en tierra de ese reino del más allá. Es fácil imaginar y constatar como se enriquecen a costa de limosnas, donaciones, venta de liturgias, diezmos, primicias, etc. los servidores de los dioses, los detentores de las llaves de ese olimpo.
Mucho podría decirse de los deplorables métodos de obtención de gloria en ese más allá, sin embargo nos limitaremos a las llamadas “indulgencias”; que no son otra cosa que una compra-venta de ese imaginario feliz futuro. La mayor estafa mercantilista que religión alguna haya concebido. La teoría y por supuesto verdad absoluta dado que está signada con el sello de la infalibilidad papal (cambiante según el tiempo y el pontífice) es que antes de llegar al cielo hay que expiar, purgar algunas faltas terrenas para poder entrar al gran nirvana, y para ello y dependiendo de los yerros incurridos en la vida terráquea ha de pasarse un periodo, que puede ser largo, en un lugar de redención y purificación. Se trata del purgatorio, en donde gracias a suplicios, similares a los infernales, se logran purificar las almas para que blancas, blanquísimas puedan atravesar ese edén que por pecadoras perdieron en la vida anterior. Linda leyenda, lástima que sea tomada en serio.
Y entonces se le ocurrió al papado vender, con dinero contante y sonante, o con bienes terrenales, o con servicios transformables en peculio unos bonos salvíficos: estas son las indulgencias; es decir reducciones del periodo de corrección, disminución de ese pasaje por el purgatorio, una manera de acelerar el tránsito al cielo. Un peaje que se paga. Entre más dinero se aporte para la gloria de dios, más rápido y cerca se estará de él. Y el corolario es fácil: entre más dinero se posea más rápido se llegará al cielo. La iglesia católica vendió estas indulgencias para financiar guerras, expandir sus dominios, construir la basílica de San Pedro, permitir un cómodo y lujoso tren de vida a sus representantes (con desdén de sus votos de pobreza), atesorar odiosos y despreciables bienes materiales tan criticados en público por los eclesiásticos y por las escrituras.
La gran fiesta de las indulgencias se aguó cuando Lutero se opuso a tan inicua práctica que denunció en uno de sus 95 puntos de discordia con el catolicismo y adosó a la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, Alemania, en 1517; creó así la Reforma que más tarde generaría el protestantismo. El gran cisma. Lutero liberó a la humanidad de algunos errores del catolicismo, pero lanzó al cristianismo en otros: implantó con más fuerza la noción de fe, es decir más irracionalidad en los creencias religiosas, además de instaurar una ortodoxia cristiana en donde lo preponderante y único cierto es lo escrito en la biblia, pozo de todas las sabidurías. Libro que bien sabemos fue acomodaticio en la escogencia de sus textos, las traducciones, las manipulaciones e intenciones, a pesar de que muchos incautos continúen aclamándolo de “inspiración divina”.
El apogeo de las indulgencias llegó con el monje dominico JohannTetzel quien puso tarifas al perdón de los pecados, y para ampliar más su acción comercial fue encargado por el papa para extender tal venta a los muertos y así acortarles su estadía en el purgatorio. Colmo de la desfachatez mercantil vendió perdones de pecados aún no cometidos, es decir otorgó, con el beneplácito papal, notas de crédito de estilo contable. Dios un socio de negocios. El lema publicitario de su oferta comercial habla por sí solo: "Tan pronto la moneda en el cofre resuena, el alma al cielo brinca sin pena".
Podría uno contentarse diciéndose que estos hechos pertenecieron al pasado y que ahora son meramente anecdóticos; el problema radica en que la práctica se perpetúa con palabras y discursos diferentes. Para comenzar, la noción de indulgencia hace parte de la actual religión católica (Código Derecho Canónico, Título IV, Capítulo IV), y se sigue comprando el cielo con las acciones y contribuciones que se hacen.
Las indulgencias no han terminado ni para los católicos a pesar de que el Concilio de Trento (1563) se las eliminó, ni para los otros cristianos; solo han cambiado de nombre y en algún ajuste al uso. La idea esencial sigue siendo: entre más colabores (económicamente, de preferencia), más perdonará dios tus pecados y menor será el castigo que tendrás por haber sido humano (a su imagen y semejanza), y mayor será el disfrute que allende el firmamento tendrás. A sus bolsillos, señores, para mayor gloria de dios y rebaja de pecados.
El muy católico sacramento de la Confesión resultó no borrar completamente los pecados, la absolución completa se logra mediante las indulgencias. Las llamadas “plenarias”, a diferencia de las “parciales”, borran todo vestigio de pecado dejando el alma dispuesta para entrar inmediatamente en el cielo. Hoy en día se puede conseguir una indulgencia por: adorar la eucaristía durante media hora, realizar el vía crucis, rezar el rosario, leer la biblia media hora, rezar un padrenuestro y un credo en un santuario o basílica, visitar un lugar de peregrinación, realizar ejercicios espirituales de tres días, asistir a una primera comunión, recitar un "Te Deum", rezar mentalmente una oración al trabajar o al soportar los sufrimientos de la vida, recibir una bendición papal, enseñar la doctrina cristiana, rezar por el papa. En fin, la lista es larga, larguísima, hay para todos los gustos y situaciones; el infierno y el purgatorio se alejan con estos artificios.
Cambiar el discurso en su forma, sofisticarlo con palabras y comentarios embaucadores, cubrirlo con eufemismos, tal es el método para distraer la atención del feligrés, del obediente cordero para que siga adhiriendo a esa masa dócil que tiene por principio “temer a sus dioses” y desagraviarlos, y luego en una supuesta vida celestial ser recompensado, disfrutar de paz y goce sin límites. Para ello debe ganar méritos, es decir indulgencias en forma de rezos, oraciones, postraciones (léase humillaciones) ante sus dioses y ofrendas materiales que contribuyan a la mayor gloria de estos dioses y a la acumulación de bienes y confort de las iglesias y sus representantes. A mayor indulgencia adquirida mayor gloria en el más allá. Amén.
Las indulgencias en versión moderna
Dom, 28/09/2014 - 06:15
La forma dantesca de prefigurar un más allá con sus estados cielo, infierno, purgatorio y limbo, ha cambiado en los últimos tiempos, principalmente porque esta fábula tejida por siglos, aunque sim