Leyes inconvenientes

Sáb, 01/07/2017 - 03:33
 

Termina la legislatura con la aprobación de una seguidilla de leyes claramente inconvenientes e inviables, no porque en sí mismas no tengan un objetivo interesante y, en algunos casos, nob
  Termina la legislatura con la aprobación de una seguidilla de leyes claramente inconvenientes e inviables, no porque en sí mismas no tengan un objetivo interesante y, en algunos casos, noble; sino porque no son financiables en la actual coyuntura del fisco. Casi todas ellas se relacionan con el sistema de salud: una, bajando el monto de la cotización a la salud de todos los pensionados al 4 %, es decir, en dos terceras partes (con un posible costo anual de 2,9 billones de pesos), y otras obligando al sistema —que es el que finalmente paga— a atender nuevas condiciones, hasta ahora no contempladas en los planes de beneficios. En una de las leyes inconvenientes se ofrece a los recién nacidos una serie de tamizajes genéticos para detectar eventuales casos de enfermedades complejas (posible costo: doscientos quince mil millones de pesos anuales); en otra, se garantiza la atención de la infertilidad a las parejas que lo soliciten (costo aproximado por paciente: setenta millones de pesos), y la última exige que en la cédula y en la licencia de conducción se señale la voluntad de ser donante de órganos, con los costos que esto acarrea para el Estado y la expedición de nuevos documentos cuando se cambie de opinión. Estas normas se suman a las ya aprobadas en los últimos años, todas garantizando a grupos de pacientes una atención especial, como si estos no tuvieran actualmente acceso a los servicios y a los planes de beneficios establecidos por otras leyes, como la Ley 100 y las que la han reformado. Es decir, el Congreso está duplicando las obligaciones del sistema de salud por medio de leyes superpuestas, que ordenan lo que ya existe, pero creando un verdadero caos, pues resulta muy difícil —tanto para el Gobierno como para los operadores— saber cuáles son las prioridades. A ese paso, deberían aprobarse leyes para atender cada una de las patologías conocidas, es decir cerca de 8.000. Algo similar ha sucedido cuando se reglamenta por medio de leyes el ejercicio de algunas especialidades, otorgándoles privilegios y desvirtuando la gestión de planeación del recurso humano a cargo de los ministerios de Salud y de Educación. Estas normas sobre profesiones obligan al sistema a favorecer los intereses gremiales de algunas especialidades que van creando unos espacios intocables por otros profesionales, lo cual favorece la formación de grupos oligopólicos. Lamentablemente, el Gobierno, por atender otros compromisos legislativos de mayor prioridad —como las leyes reglamentarias de los acuerdos con las FARC—, descuida el resto de los proyectos de ley en curso y, en cierta forma, permite que avancen las discusiones de esos proyectos en las comisiones y plenarias sin que los legisladores sean advertidos sobre la inconveniencia de sus iniciativas o su inviabilidad económica. De esa manera, sin el visto bueno del ejecutivo, pero también sin advertencia, los proyectos se convierten en leyes que satisfacen a grupos de interés, pero que finalmente tampoco se traducirán en simpatías o votos. En cambio, cuando el presidente se ve obligado a vetarlas por inconveniencia, la opinión se vuelca en su contra. Nos preguntamos, ¿para qué se hace alarde de las grandes mayorías que acompañan al Gobierno, si no se ve un trabajo coherente de las bancadas oficialistas? Desde hace años, el propio Congreso aceptó que su campo de iniciativa legislativa era limitado, debido a que todo proyecto que implicara gasto público debería ser respaldado por el Ministerio de Hacienda, es decir, por el Gobierno. Les quedaron a los legisladores las leyes de honores —y en algunos casos las que ordenaban estampillas—, y para ello sí contaban con el aval del ejecutivo. Olvidan los padres de la patria que las funciones principales del Parlamento se limitan al control político, que incluye muchos campos —como el económico—, y a estudiar, discutir y decidir la aprobación o no de las iniciativas que presente la Rama Ejecutiva a su consideración. Si cumpliera a cabalidad estas dos tareas centrales tendrían mucho trabajo, y el país le reconocería el esfuerzo desplegado en ello. Lamentablemente, la misma opinión pública, comenzando por los medios, estimulan a los congresistas, diputados y concejales para que presenten el mayor número de proyectos, no importa que sean inútiles e innecesarios. Cuando termina el año legislativo y se hace la evaluación de lo que ha sido el trabajo en el Congreso, lo primero que se menciona es el número de leyes aprobadas, no importa su calidad. Un congreso que después de serios debates y cuestionamientos terminara aprobando menos de una decena de normas legales podría ser más efectivo. Una alta proporción de las leyes aprobadas por el Congreso son inocuas, innecesarias, con frecuencia inconvenientes y hasta peligrosas; mientras que unas pocas son absolutamente necesarias y de su aprobación depende la marcha del país. Esas leyes necesarias suelen ser iniciativa del Gobierno, pero en su trámite intervienen los congresistas de ambas cámaras, casi siempre con importantes aportes técnicos y jurídicos, y sobre todo, expresando y defendiendo el interés que sus electores pudieran tener en favor o en contra de la materia discutida. Esa es la función importante de la representación política que tienen las dos ramas del poder, y que se hace visible en el trámite de los proyectos de ley. Con frecuencia, contribuyen más los parlamentarios que evitan la aprobación de leyes inocuas o inconvenientes que los que se suman, sin criterio ni estudio, a su aprobación unánime “pupitreando” lo que les presente. En el fondo lo que se observa es la ausencia de partidos o de bancadas comprometidas en el análisis serio de las propuestas y con posturas coherentes y racionales frente a los temas de debate y de discusión. Quienes pasan las leyes suelen ser los llamados líderes o coordinadores, que cuentan con prestigio entre colegas y saben cómo sacar adelante los proyectos. Las mesas directivas y los secretarios de comisiones y de plenarias juegan un papel tan importante como los mismos congresistas. Tal vez el Congreso debería tener la oportunidad de discutir más las reglamentaciones que el Gobierno hace de las leyes, con el objeto de armonizar la voluntad del legislativo con las decisiones gubernamentales, en el entendido de que debe haber colaboración entre las ramas. De otro lado, como la mayoría de las iniciativas legales implican afectación del gasto público, el Ministerio de Hacienda debería hacer más presencia en las diferentes comisiones, no solo en las económicas y presupuestales. Las leyes aprobadas sobre temas que afectan la salud podrían costar más de 4 billones de pesos al año, dinero no disponible —máxime cuando actualmente se habla de un déficit en salud para el año fiscal cercano a los 4 billones de pesos—. En el Congreso de Estados Unidos existe una Oficina de Gestión y Presupuesto, no partidista, que analiza la viabilidad y conveniencia de las iniciativas antes de que estas sean llevadas a proyectos de ley. ¿No podríamos intentar en Colombia algo semejante?
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