No todos los malos tratos a las mujeres provienen de hombres aprovechados o de otras mujeres perversas que se compinchan con ellos para tal fin. En más casos de los que uno cree, estos son consecuencia de un acuerdo tácito entre los dos protagonistas: ella se compromete a ser la mascota de exhibición, y él, a recompensarla con joyas, carros, botas peludas (blancas o atigradas, pero, en todo caso, peludas) y cirugías estéticas. Cada uno exprime al otro como a bien tenga y mejor pueda, en la relación de toma y dame que se establece, delimitada por la ambición de las partes. Nada qué ver con abusos como los que hablábamos la semana pasada en este mismo espacio, pan diario y abominable en Irán, en Colombia y en el mundo.
Esta variante a la que me refiero es la punta del iceberg de lo que los ensayistas y opinadores han denominado “cultura mafiosa”. Y contagiosa, porque se ha regado como mancha de aceite por clubes, pasarelas, televisiones, centros comerciales, páginas sociales… Ya no es exclusividad de capos y acompañantes de escotes abultados, ni de matones de barrio y harenes de chicas plásticas. Al igual que el lenguaje procaz, los cortes de pelo con colas y guardabarros, y los bluyines perforados (quien esté leyendo o vaya a leer La elegancia del erizo, prepárese para degustar los párrafos que Muriel Barbery dedica al tema de la moda de la ropa rota), ya traspasó los límites del nicho donde vio la luz. Y trepó círculos sociales. Y se instaló en la población, sobre todo la femenina, que, incluso sin tener que pactar favores con hombre alguno, entró en la onda de los cánones de la belleza heredados de la cultura mafiosa.
No es animadversión contra los cirujanos plásticos, al contrario. Me quito el sombrero frente a los médicos que se pasan media vida estudiando para realizar su trabajo, cada vez, con mayor profesionalismo. Tampoco contra las personas que logran superar el pánico a la anestesia de una operación que no es necesaria y se aguantan un incómodo posoperatorio, con tal de sentirse más confortables con la imagen que encuentran cuando se miran en el espejo. Cada uno, una, verá cómo ejerce el libre desarrollo de su personalidad.
Pero sí hay aspectos del tema que me hacen echar cabeza. Por ejemplo: la falta de ética de algunos especialistas a la hora de ofrecer sus servicios; se fijan más en los signos de pesos que el procedimiento les supondrá, que en la edad, la sicología, la salud o las características de las candidatas a pasar por el bisturí. Por eso las calles se nos están llenando de seres artificiales y clonados; de adefesios: adolescentes con caras de niñas, pero con pechos y colas de estriptiseras; abuelas con manos manchadas y cuellos arrugados, pero con cuerpos de silicona, muecas botulímicas en lugar de sonrisas, las cejas subidas hasta el nacimiento del pelo y la expresión del rostro congelada, parecida a la de la Duquesa de Alba que ya no puede ni hablar de tanto que se ha inflado los labios. Dan grima, las unas y las otras; las lolitas y las cuchibarbies. Y en medio, las que tienen en su anatomía la principal herramienta de trabajo: modelos, artistas, presentadoras –en especial de farándula–, reinas, socialités… Nunca serán lo suficientemente bellas, aunque, en realidad, lo sean. Pasa que la competencia en tales ámbitos es tenaz y no tiene agüeros. De ahí que la presión que ejerce la sociedad (éxito = juventud + belleza + empelotada en portada de revista) sobre quienes pretenden alcanzar reconocimiento, les cae directo a ellas. Aupada la tal presión, en buena parte y con mucho agrado, por los medios de comunicación, campeones en imponer estereotipos.
Lo mejor es enemigo de lo bueno, decía mi abuelita levantando el dedo índice y dice ahora mi mamá con idéntico ademán. Cuánta razón han tenido. Para no retroceder en la lista de famosas y anónimas, adictas a la belleza –a lo que creen que es la belleza- basta con detenernos un minuto en el sonado incidente de Jessica Cediel, a quien no identificaba por cuenta de la uniformidad de todas las expertas en entretenimiento: se paran igual, se peinan igual, gesticulan igual, hablan igual, se operan igual. Según El Tiempo, Jessica “quería maximizar el volumen de sus glúteos” (traducción: quería ponerse nalgas) y para ello, “su médico y amigo, Martín Carrillo, habría inyectado ácido hialurónico en sus glúteos, aunque ese uso no estaba permitido”. Utilizó un producto fraudulento, dictaminó el Invima, lo que la tiene hoy, viva por fortuna, más llena de turupes donde quiso lucir dos globos de piñata. A la pobre, sí le salió el tiro por la culata. ¿Qué tan determinante es el tamaño de los glúteos y otras curvas en una figura armónica?, pregunto desde mi ignorancia y mi escasez de redondeces, lo cual, en lugar de molestarme, me ayuda a sentir como me gusta: ligera de equipaje.
¿Qué nos está pasando a las mujeres que nos estamos volviendo locas por el bisturí? Obsesionarnos con alcanzar la perfección física que la naturaleza no nos da…, nos puede costar la vida. Y no es causa que amerite semejante sacrificio.