Reseña crítica del libro “ Memoria por correspondencia ” de Emma Reyes
“Mi cabeza es como un cuarto lleno de trastos viejos donde no se sabe más lo que hay ni en qué estado”. E.R.
De los andares de Emma Reyes (Bogotá, 1919-2003) hay ya mucho escrito testimoniando su capacidad artística, así como su osadía y gran arrojo que la llevaron a errar por medio mundo, para finalmente establecerse en Francia, en donde se dio el lujo de hacerse conocida como pintora y de convertirse en algo parecido a una mentora de artistas colombianos hoy de renombre (Fernando Botero, Antonio Barrera, Luis Caballero, Alberto Cogollo, Darío Morales, Alberto Sojo, Gregorio Cuartas, Gloria Rocca,…). En su deambular mexicano hasta trabajó con el muralista Diego Rivera el imposible amante de Frida Kahlo. Y, curiosamente, en Colombia, aparte de entre un grupo erudito y por ende reducido, no tuvo la consonancia que la caracterizó en Europa.
De lo que sí poco, o mejor dicho nada, se sabía era de su infancia y adolescencia. Desapareció de Colombia y solo se vino a saber de ella cuando ya era una artista consumada. Su amistad con el escritor Germán Arciniegas, el conocimiento que este tenía de su vida y obra permitió que bajo sus consejos narrara por escrito parte de su vida. Arciniegas le sugirió que lo hiciera en cortos fragmentos; Emma acató el consejo y es así como le envió sus memorias a través de una larga serie de cartas. El hoy desaparecido Arciniegas donó testamentariamente su extensa biblioteca personal a la Biblioteca Nacional, pero conservó la correspondencia de Emma Reyes, pues siempre la consideró de valor y objeto de publicación. García Márquez quien tuvo igualmente acceso a esta correspondencia se expresó de la misma manera. Y es así como recientemente apareció en una pequeña editorial la “Memoria por correspondencia” dirigida a Germán Arciniegas, bajo la egida de los herederos de Arciniegas. Una gran corrección ortográfica fue necesaria, pues según comenta el propio Arciniegas era grande su carencia en este tema, al tiempo que atropellaba el castellano. Probablemente el estilo y la composición fueron depurados, aunque persisten algunos (tantos) fraseos de dudosa gramática. No puede decirse, entonces, que se trata de una gran escritora, pero sí de alguien que, mediante palabras y oraciones sencillas, logra cautivar al lector, seducirlo, amarrarlo, engolosinarlo con historias y pasajes desesperadamente trágicos. Poco importa la escritura un tanto ingenua, poco importa que el tan detallado y preciso recuerdo de una edad tan temprana suene a veces poco creíble; el lector lo pasará por alto para interesarse en lo esencial. Es ante todo un libro autobiográfico cuyos diferentes capítulos son cartas. Escogió la narrativa epistolar porque ese era su estilo: es conocido que a lo largo de su vida escribió cientos de cartas a sus amigos. En las veintitrés cartas seleccionadas por los editores de este libro y comprendidas entre 1969 y 1997, la escritora da parte del periodo de su niñez y retazos de su adolescencia hasta ahora desconocidos; ese lapso de los años 30 en el que estuvo aislada del mundo, maniatada y supeditada a otros. Cada carta deja huella de su profunda soledad infantil, esa que a menudo compartía con su hermana Helena. Es la historia de un maltrato permanente, de una desgracia ininterrumpida, de una sordidez sin límites. Y si bien las hipérboles abundan, no hay queja y ni siquiera denuncia explícita en el escrito epistolar; se contenta la escritora con narrar los hechos tal como los sintió, tal como los vivió. Transcurrieron los primeros tiempos de su vida encerrada con su hermana en un cuartucho en Bogotá. Ahí la señorita María, de quien nunca se sabe si fue su madre, le prodiga un trato desconsiderado de confinamiento permanente y de suciedad; la sometió a humillación y hambre a la edad de cinco años. Posteriormente esta “familia” viaja a Guateque en donde en una casa amplia, pero igualmente desprovista de afecto tiene un poco más de holgura física. Ve un día como la señorita María se enferma para aparecer luego con un bebe que, dice, le regalaron. Este retoño que parece ser hijo del gobernador de Boyacá fue su compañía y primera manifestación de cariño. Más tarde, asiste con trauma al despreciable abandono del bebé en el portal de una finca cualquiera. Y luego asiste a su propio abandono y al de su hermana, en una estación de tren. Insanos hechos para una niña de tan escasa edad. Las cartas cuentan también su nueva vida en un convento de monjas quienes la albergaron, pero en donde las cosas no fueron mejores para esta niña. Allí vive por años enclaustrada, en total aislamiento del mundo exterior, en una dedicación completa a la oración, pero sobre todo al trabajo, el cual por su cantidad es rayano en la explotación y en la esclavitud. La religión, bajo la amenaza permanente del infierno como punición, servía de amedrentamiento efectivo para que las largas jornadas fuesen ejecutadas y que el trabajo se realizara con dedicación y docilidad. Los mendrugos de pan eran también incentivo a esas excesivas horas de trabajo y maltrato. Un convento en donde el clasismo y la discriminación era el pan de cada día, ese que escaseaba en la refacción de cada mísera comida. Emma relata: “Ese día me di claramente cuenta de que en el Convento, como más tarde lo comprendí en el mundo, la humanidad se dividía en clases sociales y el poder solo lo podían tener los de las clases privilegiadas” Ese convento, con monjas y algunas mujeres ricas que pasaban sus días en recluimiento voluntario, esttaba obsesionado por el diablo y el infierno; el lector no dejará de impresionarse con las peroratas dantescas y sádicas que estas monjas infligían a las niñas. Veamos algunos pasajes de la predicación permanente: “Si no nos confesábamos y si comulgábamos en pecado, nuestro cuerpo se llenaría de llagas inmundas donde el Diablo depositaría gusanos verdes, rojos y amarillos que nos devorarían”, grandes enseñanzas para una niña. O esta: “Poseía [el Diablo] millones de cadenas con que lo amarraba a uno para arrastrarlo por caminos y montañas que estaban sembrados de vidrio y espinas”. Y para mayor precisión: “Conocíamos cómo eran las pailas de aceite hirviendo donde el Diablo metía a los pecadores desnudos y luego los sacaba y les quitaba la piel a pedacitos”, que se complementaba con: “Tenía tenedores de fierro con los cuales movía las almas en los pozos de fuego, como si fueran pedazos de carne dentro de una olla”. Dignificantes descripciones para una niñez y adolescencia que aún ni leer sabía. Y oficios en el convento habían muchos, estos permitían a esta comunidad eclesiástica lucrarse a costa de las más de doscientas empleadas sin salario que eran estas niñas encerradas. La costura y el bordado constituían el meollo del negocio, y las actividades anexas como la limpieza, la lavandería y el planchado daban para llenar las muchas horas que le faltaban al día una vez descontadas las escasas de sueño y las muchas de oración y prédica. Todo esto en total recogimiento y silencio, so pena de pecado y de castigo físico. Lo maravilloso de esta mujer es que el ultraje recibido no fue óbice para ir adelante, rehacer su existencia, convertir su vida en ilustre, obtener la muy meritoria condecoración del gobierno francés como “Caballero de la Orden de Artes y Letras”. Parece más bien que las múltiples dificultades: la religión utilizada abusivamente, el iletrismo hasta avanzada edad, la crueldad de “su madre” y de las monjas “benefactoras”, la ignorancia, la soledad, la rezandería a ultranza, el machismo, el clasismo, la explotación infantil, la inmensa ausencia de afecto, entre otros tantos traumatismos que le correspondieron, la hayan fortalecido, sin dejarle mella, sino, a contrario, deseos de instalarse cómoda y preclaramente en el mundo. Esta niña bizca a quien las monjas “curaron” con improvisadas gafas de cartón, y a quien una de ellas, la superiora, no dudó en endilgarle frases amables como la que utilizó mientras la preparaba para su primera comunión: “Yo detesto la gente fea y la estúpida y usted tiene las dos”, no hesitó ese patito feo en fugarse del convento para hacerse grande, para desplegar sus entumidas alas de cisne. Mis recomendaciones de lectura de estos aleccionadores pasajes de vida de una mujer a quien Germán Arciniegas, entusiasta, no dudó en compararla con la gran Flora Tristán: la fundadora del socialismo internacional, la madre de Gauguin, la hija de Bolívar (según algunos).