La letra de la canción Camino a Guanajuato de José Alfredo Jiménez, “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo la vida no vale nada”, describe acertadamente el sentimiento sobre la exagerada violencia en la historia de México y Colombia. Hace muchos años un profesor inglés, especialista en historia latinoamericana, me dijo que los niveles de violencia que han vivido y siguen viviendo estos dos países son inexplicables. Argumentaba que en general los países de la región habían tenido episodios violentos, justificados principalmente en las luchas por compensar injusticias políticas y sociales, y la inequidad, pero que en México y Colombia, más que una opción de lucha, la violencia se había convertido en una forma de vida, volviéndose la esencia de nuestras culturas. Su tesis convence, aunque me niego a aceptarla, pues de ser así, la única salida es cambiar de nacionalidad.
El episodio dantesco de la desaparición de 43 estudiantes normalistas mexicanos que se presentó hace poco más de un mes en el estado de Guerrero, valida la teoría del profesor Simon Collier. También fundamentan su argumentación los hechos espeluznantes vividos en la historia reciente colombiana, como las masacres de El Salado, de San José de Apartadó, de Bojayá; es más, si se hace una búsqueda simple se encuentra un listado de por lo menos 15 matanzas que acontecieron en los últimos 30 años. Me pregunto si haciendo la misma búsqueda para cualquier otro país en la región, alguno podría quitarle a Colombia el aterrador primer puesto en número de masacres ocurridas, y creería que ni México lo lograría.
Sin embargo, para no entrar en la fracasomanía de las que son tildadas en ocasiones mis columnas, quisiera contradecir al doctor Collier y presentar otra tesis sobre nuestra supuesta naturaleza violenta. Los seres humanos no somos violentos, nos volvemos violentos cuando vemos que nuestros derechos o los de nuestros seres queridos son vulnerados y no encontramos otro medio para protegerlos. Esto lo que quiere decir es que en Colombia hemos construido y consolidado unas condiciones sociales que generan violencia. Como lo describe una buena amiga, nuestro contrato social (el que describe Rousseau) es perverso y promueve la violencia para sobrevivir en el país injusto, inequitativo y corrupto que hemos construido. Un contrato social donde solo pocos del centro y de las grandes urbes se benefician social, política y económicamente. Nuestro comportamiento es feudal, aunque estamos inmersos en el mundo moderno y la violencia se elije como opción de vida.
Se estarán preguntado cuál es el optimismo que se genera al rebatir la tesis del doctor Collier y la respuesta está en la palabra elección. Efectivamente, insisto en afirmar que la violencia se escoge, no es nuestra esencia y por eso podemos ser capaces de construir un nuevo contrato social. Sin renunciar a los principios por los que debemos luchar: justicia, equidad, honestidad, entre otros, nos corresponde trasladar la batalla a otra arena, la de la democracia.
Una de las lecciones aprendidas durante la breve campaña electoral en la que participé, es que nuestro país está lejos, muy lejos de ser una verdadera democracia. La mayoría de los colombianos no vota por ideales ni propuestas; vota por quien en el periodo electoral le solucione el problema del momento, pues es el único instante en el que alguien está dispuesto a ayudarle con sus afanes diarios. En la correría por el país, presentando nuestras propuestas la recepción fue estupenda, pero desde la recepción misma se sentía que esa ilusión no se convertiría en votos. Los colombianos no creemos en las instituciones democráticas, y no es de extrañarse, porque pocas veces funcionan. Una de las pocas instituciones que da resultado en el país, es desafortunadamente, la violencia.
Podemos cambiar, podemos fortalecer la democracia y con ella las instituciones que la representan; me resisto a creer que la violencia sea parte de nuestra esencia. Sigamos luchando, pero la batalla debe darse en la arena de la paz. Se lo debemos a nuestros hijos y a todos los niños del mundo, como muy bien lo dice la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska en una frase presentada en un altar de muertos en el Museo de la Memoria y la Tolerancia de ciudad de México: “Quiero un país donde no haya asesinatos, donde toda la gente tenga las mismas oportunidades. No podemos seguir así, sentados sobre huesos, sobre fosas. Tenemos una causa común, la causa del amor que le tenemos al país y a nosotros mismos y el cuidado de los que vienen después, no sólo de los hijos propios, sino de todos los niños del mundo. ¿Qué les estamos dejando, qué les vamos a decir cuando nos pregunten y tú qué estabas haciendo?”
…por eso es que en este mundo la vida no vale nada…
Mié, 05/11/2014 - 17:03
La letra de la canción Camino a Guanajuato de José Alfredo Jiménez, “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba, por eso es que en este