Yo también, como su madre, he soñado con Luis Andrés Colmenares, con su disfraz de diablo a las carcajadas, con su felicidad de seguro envidiada en aquella noche del 31 de octubre del 2010; he soñado con sus sueños intactos de hacerse profesional en las dos carreras que estudiaba como alumno ejemplar y me he despertado con la pesadilla de su lenta agonía infame y me he sobresaltado con la profanación de su honra y con las conjeturas de cómo fueron los últimos instantes de su vida arrancada de cuajo.
No he perdido detalle. Hasta recorrí una noche, anoche, los lugares hasta ahora incontrovertibles donde sucedieron los hechos: el sórdido andén de la discoteca de la última danza; el puesto de los perros calientes en la esquina de la 85 con 15; la desolación de ferreterías y de prenderías que desde allí hasta el Parque de El Virrey; la ridícula altura del caño y su torrente lánguido; la presencia inútil del puesto de policía, todo aquel ámbito, en fin, donde han dicho que ocurrió la canallada, una de tantas, sí, lo sé, pero ésta adobada con el burdo intento de hacerla pasar por un suicido a través de la fallida estrategia de condenar el homicidio al olvido.
Por eso –por lo burdo y por lo fallido del crimen– se conocen tantos detalles. Tan inmunes se creyeron sus autores que dejaron regadas pruebas cantadas, imposibles de borrar incluso por el dinero que se dice ha corrido en el caso para amordazar a quienes puedan conducir a señalar a los autores del linchamiento de Colmenares, porque fue un linchamiento.
Así quedó su cuerpo. Siete heridas bárbaras, dos rotundas en la cabeza, cortadas en la piel, señales en la garganta como de estrangulamiento. Se cebaron en el muchacho. Ante su cuerpo lacerado, es repugnante la teoría del suicidio que siguen defendiendo algunos, incluida una testigo ocular, quien en una confortable entrevista reciente puso otra vez a Luis Andrés a correr despavorido y a saltar hacia el caño, mientras la entrevistadora lo describía poseído por un alto grado de ebriedad. Borrachera y atletismo son tan incompatibles como las heridas y el suicidio.
Del crimen, con honestidad, nadie duda. La defensa de la versión inicial tiene a dos jóvenes en prisión doméstica y, me imagino, en prisión mental por toda la verdad que les debe arder en el adentro, mientras la defensa pública, encargada al abogado Jaime Granados, ha comenzado a aceptar la hipótesis de la muerte violenta de Colmenares pero por atraco.
En las sombras, los asesinos verdaderos de Colmenares se han movido mucho. Se habla, dije, de dinero que sirvió para que durante casi un año el suicidio fuera la hipótesis. Y de amenazas también se habla. Ha habido presiones para cambio del fiscal del caso, detenciones aparentemente arbitrarias, silencios en donde antes hubo testimonios. Todo se ha sabido en un caso muy ventilado que ha horrorizado a la opinión y por el cual ha surgido el pálpito de que detrás del crimen hay guantes blancos que quieren la impunidad de los monstruos.
Más que pálpito, tengo esa como opinión. Una opinión construida de tanto y tanto que he leído/oído sobre lo que ocurrió. Si Luis Andrés Colmenares salió corriendo, con su disfraz de diablo al viento aquella noche que ya era amanecer, fue porque le vio la cara al horror. Huía de quienes supuso, y tenía razones para suponerlo bien, que no le querían porque había pisado un territorio sentimental del cual otro se sentía dueño. Huía de ellos, los verdaderos diablos de aquella noche, que le dieron cacería. Y le hirieron, ebrios, ellos sí, de machismo y de racismo. Y lo sometieron, boca arriba, a una lenta agonía mortal sin poder tomar decisiones de auxilio médico porque ello significaba hacerse responsable de sus heridas. Y después, ya Colmenares cadáver, lo llevan al caño, la invención de la historia, una lágrima. El silencio.