La esencia de la democracia es la libre expresión de las ideas, el Gobierno y la oposición, la controversia civilizada acerca de los asuntos que interesan a la sociedad.
El sistema no persigue que se llegue al unanimismo, sino que cada quien pueda manifestar sus opiniones en un ambiente de respeto a la libertad.
A lo largo de la historia de la humanidad son innumerables los esfuerzos que han hecho distintas sociedades para conquistar ese derecho, preservarlo o recuperarlo cuando les ha sido arrebatado.
En Colombia, también son muchos los empeños registrados en nuestra historia en procura de lograr las condiciones que garanticen el respeto a las ideas ajenas.
Desafortunadamente, en no pocas ocasiones la realidad contradice la pureza de la teoría.
Y, si bien determinadas actitudes pueden encontrar explicación en la intensidad de ciertas controversias, es imposible dejar de sorprenderse cuando ellas tocan aspectos neurálgicos de la estructura institucional, o los temas relacionados con el sueño de los colombianos de vivir y trabajar tranquilos.
Después de grandes movilizaciones para consagrar en nuestra Carta las herramientas que le permitan a los ciudadanos tomar directamente decisiones sobre asuntos de interés general, el balance de su utilización desde 1991 es desalentador.
Pero, lo que más preocupa, es que, en lugar de crear el clima propicio para que la gente acuda a ellas, cada iniciativa tendiente a poner en plena vigencia la Constitución, en materia de participación democrática, se descalifica como peligrosa.
Así sucedió cuando, desde la Presidencia, se sentenció que convocar una Constituyente para reformar la justicia era poco menos que una insensatez.
En aquel momento se hizo caso omiso de la gravedad del impacto sobre la legitimidad de todos los poderes que había tenido el trámite en el Congreso del proyecto del Gobierno.
No importó que el propósito de los promotores de la idea fuera poner en marcha un proceso de relegitimación de dichos poderes, lo que se habría logrado gracias a la participación de todos ellos y finalmente del pueblo en el diseño de la una nueva estructura judicial, que es esperada todavía.
Algo similar ocurre con el llamado a la ciudadanía para que decida si revoca o no el mandato del Alcalde Petro.
Ya se emitió el veredicto desde la casa de Nariño. De nuevo, se ha señalado como inconveniente que se haga uso de la institución que se aprobó en el 91 para facilitar el pronunciamiento popular sobre la gestión de los gobernantes regionales y locales.
La confrontación pacífica de ideas y posiciones sobre estos y otros temas es bienvenida. Empero, para muchos resulta incomprensible e inaceptable que se abra camino la tesis de que acudir a los mecanismos constitucionales es peligroso.
Con respecto a las conversaciones en La Habana está ocurriendo algo muy parecido. Si bien es cierto que las inmensas mayorías queremos la paz, también es verdad que tenemos el derecho de pedir que ella se busque sin que haya acciones criminales mientras se conversa, y se haga sin impunidad y sin negociar políticas públicas con el terrorismo.
Todos compartimos el sueño de la paz, pero es natural que exista escepticismo. La historia está llena de lecciones sobre el fracaso de la negociación en medio de las balas y las bombas, las Farc no dan ninguna prueba que permita creer en su voluntad de reconciliación y la paciencia se agota cundo se dialoga al mismo tiempo que los violentos secuestran y vuelan escuelas destinadas a la educación de los niños campesinos.
Quien plantea inquietudes legítimas y hace críticas constructivas, en ejercicio de sus derechos democráticos, no puede ser señalado con un dedo acusador.
El verdadero enemigo de la paz, señor Presidente, es el terrorismo que ha ensangrentado durante tantos años el suelo de Colombia.
Réplica al señor Presidente
Mié, 13/02/2013 - 01:01
La esencia de la democracia es la libre expresión de las ideas, el Gobierno y la oposición, la controversia civilizada acerca de los asuntos que interesan a la sociedad.
El sistema no persigue qu
El sistema no persigue qu