Un Estado traidor

Mar, 25/02/2014 - 14:35
Leí con estupor la entrevista que el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, concedió al diario El Tiempo, publicada el pasado domingo 23 de febrero. Decía él: “Que a cualquier mil
Leí con estupor la entrevista que el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, concedió al diario El Tiempo, publicada el pasado domingo 23 de febrero. Decía él: “Que a cualquier militar o policía, por una investigación de una muerte en combate, inmediatamente lo llaman <falso positivo> y le dictan órdenes de captura…cuando a un miembro de la fuerza pública lo investigan, lo detienen. Y una vez lo detienen, sin fallo, queda al 50% del salario. Y mientras el fondo de defensa, que recién aprobó el Congreso, funciona, les toca pagar directamente su defensa”. Afirma haber hablado con el Fiscal General de la Nación, indicando que el fruto de esas conversaciones es que “nos hemos aproximado sobre cómo se puede solucionar”. Si lo que dice el ministro es cierto, no basta con aproximarse al fiscal. Tiene que exigir una pronta solución. ¿Cuántos casos están comprendidos en esa afirmación? ¿Cuántas condenas? ¿Cuántas absoluciones? ¿Cuántas libertades solo por el hecho de haberse cumplido el tiempo de la pena establecida para el supuesto delito, sin que hubiese habido sentencia de condena? Las Fuerzas Militares tienen como finalidad primordial la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional. Y la Policía Nacional, el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz. Si el precio que pagan por esta noble y fundamental labor es el de estar sometidos al escarnio público cuando quiera que son, simplemente, objeto de investigación, estamos en presencia de un Estado Traidor a ellos. No merece otro calificativo un Estado cuya respuesta a la abnegada labor que realizan los militares sea la de dejarlos en estado de indefensión, sometidos con saña a la privación de la libertad, para luego condenarlos con penas que superan con creces las impuestas a narcos, guerrilleros, paramilitares y delincuentes de cuello blanco. No se trata, por supuesto, de que no puedan ser investigados, enjuiciados y condenados. Cuando cometen delitos, el Estado debe reaccionar e imponerles con todo el rigor el peso de la ley, pero lo que se está viendo es otra cosa. Al General Plazas Vega, que durante el proceso de retoma del Palacio de Justicia afirmó con decisión estar defendiendo la democracia, el Estado le pagó con un juicio como resultado del cual su condena, si es que incurrió en delito, fue de 30 años. En cambio, quienes se tomaron el palacio fueron objeto de amnistía e indulto, caminan libremente y ocupan o han ocupado cargos muy importantes. Navarro se ha desempeñado con decencia y altura que debe reconocérsele. Ha hecho honor al perdón que le concedió la sociedad. No puede decirse lo mismo, tristemente, de otros beneficiarios del perdón, cuya conducta ha estado enteramente alejada no sólo del Derecho sino de lo que es ser un buen ciudadano. Se juzga al General Plazas Vega con el lente riguroso de hoy, con total desprecio por las circunstancias dentro de las cuales tuvo que actuar. Pudo, eventualmente, en medio de esas difíciles circunstancias, haber exceso en el accionar de Plazas Vega –no lo sé-, pero sin duda nada comparable con lo que hizo el M-19. A nadie se le ocurriría juzgar hoy, bajo la actual perspectiva cultural, a quienes en la edad media, imbuidos por las creencias de la época, promovieron las cruzadas religiosas. Habría que tratar de ubicarse en aquellos tiempos, que fueron muy distintos a los de hoy. El General Uscátegui ha sufrido por los hechos de Mapiripán un proceso similar. Los jueces lo condenaron a 40 años y no vacilaron en imponer condenas que ni a narcotraficantes ni guerrilleros se atreven a imponer. Ni a Garavito. No importa que hayan aparecido después, muy vivitos, personas a quienes se les daba por muertos, ni que la responsabilidad del colectivo de abogados que llevó la causa esté diluida. Ahora,  recientemente, fruto de investigaciones periodísticas, se desmantela un centro de inteligencia sin que se les hubiese dado a los funcionarios a cargo la oportunidad de explicar lo que hacían. Tuvieron que hacerlo en los medios. Este lunes en la W el General Jorge Zuluaga se expresó sobre ese centro de inteligencia con seriedad, ponderación, altura y profesionalismo. Pero la condena pública ya se había impartido y declaraciones gubernamentales contradictorias generaron mayor confusión. Se oyó al ministro de Defensa decir inicialmente, seguramente en señal de protesta por una prematura e infortunada declaración presidencial, que a los militares no se les condena sin oírlos, pero tal parece que esa declaración no pasó de ser sino eso, una declaración. Posteriormente otra investigación periodística destapa unas grabaciones en las que parecerían haber salido a la luz pública hechos de corrupción. Si tales hechos son ciertos, y seguramente lo son pues desde hace mucho tiempo se habla de corrupción, debe caerles a los militares implicados o corruptos todo el peso de la ley. Sin atenuantes. Y de paso contratar a una firma de consultoría de primer nivel, como Mckinsey, para que organice las compras que hacen los militares. Sin embargo, dentro del grupo de militares removidos estaba un general con larga tradición, hoja de vida intachable, cuyo pecado fue el de expresarse en privado en términos ciertamente muy desafortunados, deplorables, que merecían ser desautorizados. Me pregunto, sin embargo, si tales términos justificaban poner fin a una carrera meritoria, que incluía, entiendo, éxitos como el de la operación Jaque. Da dolor de patria observar que en el caso de este general, según dijo el ministro de Defensa en la entrevista ya mencionada, la razón de la salida era la de que “No eran expresiones que pudieran ser fácilmente explicadas ante la comunidad internacional y en otros espacios”. Ha debido hacer el esfuerzo, especialmente porque entiendo que se estaba refiriendo a lo mismo que denunció el ministro, los supuestos falsos positivos. Desde luego que tales expresiones eran repudiables, pero el ministro tiene un deber frente al país, antes que frente a la comunidad internacional, y es el de estar con los militares que por su trayectoria realmente lo merecen. No con los que no la merecen. Bien hubiera podido exigir unas disculpas públicas y una aclaración de lo que dijo el general, pero no sacarlo por la puerta de atrás, pues se trata de un héroe de la patria. Sacrificarlo solo para quedar bien ante la comunidad internacional no parece justo. Al contrario de lo que dice el ministro, no es cierto que las fuerzas militares estén saliendo fortalecidas. Ellos mismos dicen en privado que ya no pueden actuar con el vigor y entereza que antes demostraban ante la guerrilla pues terminan, si me permiten la expresión, “empapelados”. No han tenido hasta ahora solución satisfactoria al problema del fuero militar y en cambio resulta también que el Estado es condenado por el solo hecho de que existen estaciones de policía en pueblos que son objeto de ataques de la guerrilla. Parecería que sería mejor que estuvieran ausentes pero en esa hipótesis seguramente la respuesta del Estado será la de condenarlos por omisión de sus deberes. Difícil encrucijada la que enfrentan los militares y policías. Un Estado que actúa así frente a sus hijos, es un Estado Traidor.
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