Se necesita una terquedad obtusa como para insistir en justificaciones sociales y políticas al uso de las armas con fines políticos. Nos dirán que ocupamos el tercer lugar en desigualdad social entre 129 países del mundo. Que todavía hay una mentalidad de “guerra fría” en sectores de la dirigencia del país. Que nuestra democracia acusa todavía imperfecciones y desviaciones. Que aún dependemos de Estados Unidos en muchos asuntos internos.
Seguramente coincidimos en el diagnóstico. Y seguramente faltan “datos de otros municipios” como se dice coloquialmente. Los problemas ambientales, por ejemplo, hay que incluirlos en el inventario. Y el lastre del narcotráfico que empujan élites emergentes o consolidan élites tradicionales. Y que aporta una buena dosis combustión a esta guerra. Aún así, la guerra colombiana no tiene justificación posible en este diagnóstico. Tiene más bien explicación en su degradación. La guerra continúa porque extravió hace rato sus razones políticas.
Porque siendo sinceros, los jóvenes universitarios que acaban de protagonizar el renacimiento vigoroso del movimiento estudiantil no han necesitado de la acción de las guerrillas para echar atrás el proyecto de reforma a la ley de educación. Como tampoco necesitaron incluir en una agenda de negociación entre las guerrillas y el Gobierno la concertación democrática de una reforma educativa. Más aún, mientras “las masas estudiantiles y populares” lograban semejante victoria política, las Farc lloraban la muerte violenta de su máximo líder ocurrida en un paraje selvático del departamento del Cauca.
Ni que decir con lo ocurrido en las elecciones locales del pasado 30 de octubre. Bogotá, la capital del país, respondió a la estafa política del gobierno de Samuel Moreno en nombre de la izquierda reunida en el Polo, eligiendo a Gustavo Petro. Tienen razón quienes han dicho que le premiaron su lucha contra la corrupción iniciada desde dentro del Polo. Pero también le pueden estar premiando su decisión de paz. Y porque no, le pueden estar avalando la reconfiguración de un proyecto de centro izquierda en cabeza de su movimiento “Progresistas”.
Y las víctimas tampoco han requerido una vanguardia revolucionaria para constituirse en actor público. Han tenido que luchar, incluso, contra esas pretendidas y obsoletas “vanguardias”. Cuentan con personería política propia y con una legislación que supera la asistencia humanitaria y adiciona la restitución de tierras como cuota inicial de una reforma agraria.
Por la otra orilla la cosa es similar. Porque si algo debemos reconocer en la reciente evolución del conflicto armado colombiano es que el Estado recuperó el monopolio de la contrainsurgencia. Los últimos golpes a la guerrilla no han requerido la colaboración o participación de ejércitos privados o bandas paramilitares. Tampoco la oposición conservadora al aborto o a los derechos de la población lgtb ha necesitado de masacres o asesinatos selectivos.
Qué vaina que tengamos que convivir con esta guerra larvada. Un agujero negro que se traga las discusiones sustanciales de la sociedad colombiana. Que se come un pedazo importante del Pib cada año. Y todo por cuenta de la terquedad de una obtusa minoría.
Una guerra innecesaria
Lun, 21/11/2011 - 00:01
Se necesita una terquedad obtusa como para insistir en justificaciones sociales y políticas al uso de las armas con fines políticos. Nos dirán que ocupamos el tercer lugar en desigualdad social ent