La generación literaria de Antonio Machado ha sido una de las generaciones más pródigas en obras maestras que ha tenido la poesía Europea. En España, hasta entonces, no había habido una convergencia tal de maestros desde la generación de Quevedo, Góngora y Lope de Vega, en el siglo XVII. La de Machado, llamada posteriormente generación del 98, es la del poeta Juan Ramón Jiménez, pero también la de otros escritores dedicados a géneros diversos. Unamuno y Pío Baroja eran novelistas, Azorín y Menéndez Pidal eran filólogos, Ortega y Gasset filósofo, Valle Inclán y Benavente dramaturgos. Y todos ellos, así como las generaciones posteriores, habrían de considerar a Machado como su padre, o casi como su santo patrono.
Pero en realidad Machado fue el que escribió menos de todos ellos, y el que menos ligado estuvo a la generación del 98, ya que estrictamente hablando sólo uno de sus libros comparte los intereses y las convicciones artísticas de la generación, y fue escrito con una década de retraso. Ese libro, sin embargo, se llama Campos de Castilla, y contiene la mejor poesía que se ha escrito en español tal vez desde el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, tres siglos atrás. En él figuran varios versos que hoy ya se han filtrado al habla cotidiana como refranes:
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Pero también hay otros, menos sonados aunque no menos famosos, como los de su Retrato:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud veinte años en tierras de Castilla,
mi historia algunos casos que recordar no quiero.
En este poema Machado logró algo que la poesía logra rara vez, pero a lo que siempre tiende, y es aunar sus vivencias, sus impresiones y su arte en un todo poéticamente coherente, en el que cada verso es a la vez una autobiografía, un arte poética y una última confesión.
Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido,
-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuando ellas puedan tener de hospitalario.
Alguna vez contó Juan Ramón Jiménez, con la mala leche que le era tan propia, que una vez fue a visitar a Machado, que vivía con su madre desde que su adolescente esposa muriera repentinamente. Machado no estaba, y la madre lo hizo seguir a su estudio para que lo esperara. Allí, cuenta Juan Ramón, encontró un cuarto sucio con apenas un catre, una mesa y una silla, cosa que le pareció deprimente, pero que no le habría impedido estarse un tiempo esperando de no ser porque en la silla había pegado un huevo frito, seco y tieso, ante lo cual el poeta se despidió de la madre y salió corriendo.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno,
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Machado se mantuvo siempre muy al margen de los vaivenes políticos de su época, concentrado en caminar por España y escribir versos que apuntaran un poco más allá de las contingencias inmediatas. Sin embargo, cuando estalló la Guerra Civil española, lo vemos de repente metido hasta el cogote en cuanta asociación intelectual antifascista había en España, ayudando a otros poetas a exiliarse, y terminando por huir a Francia él también.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Si con Campos de Castilla finalmente se acercó a las ideas de la generación de la que ya era el padre, con sus libros siguientes se volvió a alejar, manteniéndose así siempre a raya de las tendencias literarias del momento, sea del modernismo como del creacionismo, siempre fiel a ese manantial sereno, anterior a todo compromiso artístico, del que su verso brotaba.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Aunque desde muy temprano Machado tuvo amigos, seguidores y hermanos cercanos, siempre dio la impresión de no estar del todo, de estar siempre mitad perdido en un aislamiento del que solo salía a través de la poesía, que para Machado era el diálogo del hombre con su tiempo. Incluso los amigos que lo conocieron mejor, dicen haberlo conocido más a través de su obra que de sus charlas con él.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
Recién llegado a París huyendo de la inminente victoria de Franco sobre los republicanos, sin un peso en el bolsillo, sin un libro, sin un compañero además de su madre, Machado cayó enfermo y en el transcurso de esa misma noche murió, como si de nada le sirviera estar vivo sin tener un pueblo y un país a quien cantar.
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Antonio Machado
Vie, 22/02/2013 - 00:00
La generación literaria de Antonio Machado ha sido una de las generaciones más pródigas en obras maestras que ha tenido la poesía Europea. En España, hasta entonces, no había habido una converge