Nadie, ni siquiera Platón, ha influenciado el pensamiento occidental como lo ha hecho Aristóteles. Jesucristo, no cabe duda, tiene un papel principal en esta historia, pero Aristóteles no sólo llegó cuatro siglos antes sino que además es en gran parte responsable, sin quererlo, de impulsar las ideas cristianas al protagonismo del que todavía goza.
Aristóteles fue pupilo de Platón, pero en vez de continuar la tradición, no educó él a su vez a un filósofo, sino a un emperador, entonces un mero soldado, de nombre Alejandro Magno. Así las obras de Aristóteles llegaron mucho más rápido a los extremos más remotos de Oriente y del mundo Árabe, cosa que, aunque entonces el filósofo no lo sabía, habría de salvarlo del olvido casi ocho siglos más tarde.
Durante el Imperio Romano Aristóteles siguió siendo la autoridad suprema que había sido para los griegos, pero pronto la decadencia del pensamiento europeo, que vino con la decadencia del Imperio, se encargó de reducir sus complejos postulados a unas cuantas recetas de retórica y oratoria. Hacia el siglo VI, de Aristóteles no quedó más en Europa que los mediocres comentarios de un puñado de comentaristas desmotivados, y el continente entró en lo que después vino a llamarse el oscurantismo, que no consistía en que no se viera nada, porque todo se veía igual, sino en que no había gran cosa que ver. Los caminos abiertos por Aristóteles, que por primera vez integraban todos los aspectos del conocimiento humano, quedaron al igual que los caminos abiertos por los romanos, que por primera vez habían integrado a todo el continente europeo, escondidos bajo la maleza.
Pero sus libros ya estaban, desde hacía siglos, traducidos al árabe y rondando todas las bibliotecas desde Córdoba hasta Bizancio, y gracias a esas copias escritas de derecha a izquierda las ideas de Aristóteles no se perdieron del todo. Después del año mil, los europeos, ya recompuestos en todo sentido, se inventaron las Cruzadas, con las que pretendían recuperar Tierra Santa, tesoro cristiano, y terminaron recuperando, en cambio, a Platón y su pupilo, tesoro griego y sin duda mucho más valioso. A La ética, le debemos la filosofía moderna, las obras de Milton y posiblemente también el sistema de pensiones. A la física a la que debemos (aunque no parezca) tener el Sol quieto en el medio, la pintura renacentista y el Teorema de Pitágoras (causa fundamental de todas las revoluciones agrarias de la historia). A la metafísica, le debemos dos o tres cuentos de Borges, el góspel, los poemas de San Juan de la Cruz y el diálogo entre Rocinante y Babieca, al inicio del Quijote. Al Organum le debemos la música de Arvo Pärt, y el hecho de que los libros de Paulo Cohelo no ocupen la totalidad de las repisas de las librerías del mundo. Todas estas obras regresaron a Occidente en ese entonces, en nuevas traducciones al latín, a ocupar su puesto en los monasterios y los castillos. También volvió La poética a la que debemos toda la literatura que tenemos. Volvió, sin embargo, coja del tomo II, que según dice la leyenda, era el que trataba sobre la risa. Tal vez por eso el sentido del humor de los europeos se ha visto tan deteriorado en los últimos once siglos. Algunos expertos dicen que ese tomo sólo habría evitado el Holocausto y demás catástrofes debidas a la imposibilidad de ciertos personajes de reírse de sí mismos. De modo que no es poco lo que le debemos a esas cuantas páginas, que hoy se leen tan poco, pero que, por otra parte, ya cumplieron sin duda alguna su labor.

