Cuando Mario Moreno Cantinflas hizo su primer largometraje, No te engañes, corazón, de 1936, fue evidente para todos que el nuevo comediante mexicano no tenía la gracia pantomímica de Charlie Chaplin, ni la capacidad acrobática de Buster Keaton, ni la destreza en el slapstick de los Hermanos Marx, ni mucho menos la de Los Tres Chiflados. Aunque sus expresiones corporales, parodiando la de los peladitos mexicanos, eran torpes a voluntad y muy graciosas, el talento de Cantinflas no estaba ni en bailar ni en caerse ni en pegarle al vecino con una tabla al girarse involuntariamente, sino en hablar. Cantinflas podía hablar sin detenerse, imitar acentos, dicciones, tomando palabras prestadas de su interlocutor y de ese modo parodiándolo antes de que el otro alcanzara a darse cuenta. Pero el Público sí alcazaba a darse cuenta, y así Cantinflas los hacía reír.
Su fama nacional llegó en realidad con su segundo largometraje, de 1940, llamado Ahí está el detalle, en que Cantinflas, aún haciendo el papel del peladito que tenía tan bien ensayado, logró una libertad y una velocidad con los diálogos, los juegos de palabras y las ocurrencias ingeniosas que dejó a los espectadores perplejos. En la película Cantinflas es el “héroe de de los que no tienen nada en contra de los que tienen todo”, como explica Hugo Chaparro Valderrama en su magistral historia del cine Escribiendo con la cámara, en la que también dice de Cantinflas: “Cuando habla no dice nada y lo explica todo”, resumiendo en una frase la esencia de este virtuoso de la lengua. En efecto, esa caracterización podría aplicarse a cualquier escena de cualquiera de las películas de Cantinflas, cuyos diálogos se fueron haciendo cada vez más vertiginosos y enredados, a medida que los libretistas descubrían las posibilidades de su ilimitado talento.
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En los años cincuenta, cuando Cantinflas ya hacía películas para Columbia Pictures, algunas de las cuales fueron rotundos éxitos de taquilla en Estados Unidos, las palabras cantinfleada y cantinflear hacían parte del habla popular mexicana, refiriendo el acto de confundir con enredos de palabras para despistar al interlocutor, hablar sin decir nada, pero explicándolo todo. Hoy en día esas palabras están en el Diccionario de la Real Academia, y el hecho de que existan, más que un homenaje a uno de los comediantes más hábiles de América Latina, es una prueba de que el arte de Cantinflas era un arte nuevo, para el que no se tenía un nombre previamente.
Y el origen de ese nombre que ahora pocos hispanoparlantes ignoran, conforma una especie de etimología absurda pero no por eso menos elocuente de la palabra cantinflear y de sus derivados. Cuenta Carlos Monsiváis que cuando Cantinflas aún no se llamaba Cantinflas, sino simplemente Fortino Mario Alfonso Moreno Reyes, trabajaba como actor en pequeñas obras itinerantes. En una ocasión, representando Ofelia y ya hacia la mitad de la obra, Cantinflas olvidó su parte. Por no quedarse callado, empezó a balbucear incoherencias, haciendo chistes con lo que los demás actores habían dicho, improvisando una manera alternativa de llevar la escena al final necesario para que empatara con la escena siguiente. Los espectadores notaron la falla al instante, y desde abajo le gritaban “¡Cuánto inflas, cuánto inflas!”, que en acento mexicano suena más bien así “¡Cuantínflas!”.
Burlándose de sí mismo, Cantinflas adoptó su sobrenombre, al que los espectadores indignados ya le habían atribuido el sentido de hablar sin decir nada. Sobre ese nombre construyó su personaje, que aunque cambia de labor, de época y de país en cada una de sus películas, es siempre el mismo. Y sobre ese personaje, Mario Moreno modeló su vida entera, dedicándose a hacer películas en que buscó, de uno y otro modo, explicarlo todo, sin decir nada.

