Si Borges es en varios sentidos el padre de la literatura argentina del siglo XX, Macedonio Fernández viene siendo su abuelo, no sólo porque pertenezca a una generación anterior a la de Borges (de hecho fue primero amigo de su padre) sino porque los escritores posteriores lo leyeron un poco así, prestándole una atención impávida y deslumbrada, disfrutándolo y siempre pidiéndole que contara una historia más, una más antes de irse a la cama, como a un abuelo. En efecto Macedonio, que escribía mucho, publicaba muy poco, y dejaba sus papeles tirados por los hoteles de los que se iba mudando semanalmente cosa de no pagar la cuenta. Fueron los amigos y los admiradores los que pacientemente repitieron su nómada recorrido pagando las cuentas, y los que compilaron las páginas olvidadas en los nueve libros que ahora existen.
Macedonio tenía una forma de escribir muy particular, que en sus mejores momentos reflejaba su forma de pensar, más particular aún. A primera vista nos parece que sus textos apuntan sólo a ser humorísticos a través del arte del sinsentido, muy a la manera de los ingleses Lewis Carroll y Edward Lear, pero también a la de Quevedo, como en esta carta dirigida a Borges:
Querido Jorge:
Tienes que disculparme no haber ido anoche. Soy tan distraído que iba para allá y en el camino me acuerdo de que me había quedado en casa. Estas distracciones frecuentes son una vergüenza y me olvido de avergonzarme también.
Pero a medida que lo leemos, descubrimos que su sinsentido tiene en realidad todo el sentido para él, y que su humor, más que ser su objetivo, es el medio con el que retiene a ese lector siempre dispuesto a tirar el libro por la ventana, de modo de alcanzar a contarle un par de verdades:
Recién a los cuarenta años –cuenta en su autobiografía A fotografiarse-, he sabido que duermo del lado derecho. ¿De qué lado duerme usted, lector? Usted me contestará: -Antes dormía de espaldas, pero ahora… -¿Cómo “ahora”? ¿Ya se duerme usted en mi primera página? Déjeme hablar…-¿Cómo “déjeme hablar”?; ya quiere usted ser autor! Y bien, sinceramente, somos dos descontentos de lo que estamos: yo escribiendo, usted leyendo, y de buena gana nos intercambiaríamos.
Así como en la música el movimiento se produce creando tensión entre acordes y jugando a resolverlos sorpresivamente o a demorar su resolución, Macedonio escribe frases en que de repente el sentido se suspende, o en que se cambia de registro y de narrador sin darnos aviso alguno. El efecto es sin duda humorístico, pero el objetivo es sacarnos de nuestros esquemas predispuestos y en el momento de mayor descolocación asestarnos el golpe de gracia, que nos revela una verdad escondida. Así funciona este breve texto sobre el conocimiento, en el se nos burla para hacernos entender que no estamos tan seguros de saber lo que creemos saber:
El saber es cosa de hondura y complejidad, nada parecido al triste saber palabras, lo peor que puede ocurrirnos y al tiempo lo que más infatuación engendra. Yo digo que vivimos con muy poco saber, como para creer que no haya mucha necesidad de él. Y si fuera cierto que era muy poco nuestro saber, sería dudoso que fuera cierto: si no sabemos profundamente casi nada es probable que en tan vasta ignorancia quepa el no saber que sea cierto que no sabemos nada.
Macedonio no asombró a sus lectores ni con sus historias ni con sus ideas, sino con su constante habilidad para desarmar lugares comunes y señalarnos los vacíos que en realidad tenemos allá donde creíamos tener las más fuertes convicciones. Así, desde sus cuentos hasta sus novelas, todo en su obra es deshacer para hacer de nuevo. Una vez algún crítico dijo, por elogiarlo, que Macedonio no podía escribir una página mala. Macedonio, por supuesto, se indignó, y prometió demostrar que era un autor completo, capaz de escribir con igual destreza ambos géneros de la novela, el de la mala y el de la buena. Pero no sólo lo prometió, sino que en efecto escribió una novela genial, llamada Museo de la Novela de la Eterna, y otra llamada Adriana Buenos Aires, sin duda la peor novela que se ha escrito, atiborrada de clichés, melodramas, cambios repentinos, olvidos y cursilerías.
Lastimosamente, los libros de Macedonio son hoy tan difíciles de conseguir como si aún siguieran desparramados en páginas sueltas y arrugadas por los rincones de los hoteles de Buenos Aires. Por eso vale la pena dejar una muestra de sus aforismos, de su libro Todo y Nada, en que con tanta economía de palabras, puede verse en funcionamiento su destreza para desarmar nuestras nociones más básicas y revelarnos de ese modo el otro lado de las cosas:
Recién llegado por definición es: aquella diferente persona notada en seguida por todos, que llega recién a un país de la clase de los diferentes, tiene el aire digno de un hombre que no sabe si se ha puesto los pantalones al revés, o el sombrero derecho en la cabeza izquierda, y no se decide a cerciorarse del desperfecto en público, sino que se concentra en una meditación sobre eclipses, ceguera de los transeúntes, huelga de los repartidores de luz, invisibilidad de los átomos y del dinero de papá, y así logra no ser visto.
El peinado es una manera de pensar por fuera de la cabeza.
Toda melena mistifica.
Parece increíble que todavía se usen los botines donde no alcanzan los brazos.
Al español o se le mata o no queda ningún modo de impedir ser salvados por él.
Es una lástima que el inglés no haya sido escrito en otro idioma.
¡Doctores, una tregua, se han agotado los cementerios!
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Macedonio Fernández
Dom, 10/02/2013 - 00:00
Si Borges es en varios sentidos el padre de la literatura argentina del siglo XX, Macedonio Fernández viene siendo su abuelo, no sólo porque pertenezca a una generación anterior a la de Borges (de